miércoles, 27 de abril de 2011

Empleo del futuro*

*Cuento ganador del primer lugar del concurso Magdalena Mondragón, convocado por la UadeC; siendo jurado único Elena Poniatowska.


Por: José Lupe González

Still waitting for good times - Miguel Espino©
Pinche suerte, pinche mala suerte. Pensé que esta vez sería diferente. De seguro no me dieron el trabajo porque se dio cuenta que yo no era el que pensó. Seguro fue por eso. Por eso estoy aquí.
           Cuando me encontró en el pasillo antes de que yo entrara al despacho de la licenciada, me saludó de abrazo y todo. Entonces, rápido, supe que me estaba confundiendo; pero no quise sacarlo de su error. De seguro me confundió con alguien a quien estima mucho. Me preguntó lo que había hecho en tanto tiempo de no verlo, y hasta me pregunto por mi familia, que cómo estaban todos. Y yo, sorprendido, anonadado, no pude salir de mi estupefacción y sólo atiné a decir que la licenciada ya me estaba esperando para la entrevista. Fue en ese momento, si, en ése, cuando me preguntó que si iba a solicitar trabajo y le contesté que sí, y luego luego me dijo que saliendo de con la licenciada fuera a decirle como me había ido en la entrevista.
           Estoy seguro que tiene un puesto muy bueno, porque la licenciada me vio platicando con él y cuando empezó la entrevista me pregunto que si conocía al ingeniero Montano Elizalde; y yo, rogándole a Dios que no me preguntara más sobre ese encuentro le dije que sí, que ya lo conocía de antes. A esa respuesta, creo, se debió que me invitara un café y hasta unas galletas cuando me dijo las condiciones del trabajo, y a los cinco minutos mi contratación ya casi estaba decidida. Todo por aquel encuentro. Por eso pienso que el ingeniero Montano Elizalde ha de tener un puesto muy bueno. Todavía cuando fui a decirle el resultado de la entrevista me dijo que no me preocupara, que él iba a platicar con la licenciada sobre mi contratación. Pinche ingeniero. Por su culpa estoy aquí licenciado.
           Al ir por la calle me envolvió un contento, pero no era un contento cualquiera, el mío era especial. En aquel momento yo fui único, no como ahora. Pasé por la Morelos, allí por la Benavides; y vi a los que van a comer a ese restaurant y todos se me hicieron aburridos, cansados, eso les vi en la mirada. Estoy seguro que envidiaron mi alegría mañanera. Ese júbilo que revoloteó en mis ojos y se me escapó por la mirada y la risa y las palabras.
            Entonces pensé en mi papá y en Zandra, que al final de esto pagarían lo que costó esa equivocación. Pensé en ellos como ahora pienso.
           Yo ya quería quitar a mi papá de trabajar para siempre, ya quería hacerlo. Porque se me angustia el sueño nada más de pensar que amanezca muerto en el trabajo sin que nadie lo lleve al Seguro o a la Cruz Roja, porque mi papá ya está viejo y cansado, con reumas en el pecho porque padece de la  presión. Nada más de pensar que se puede descontrolar en el trabajo, solo, sin que nadie le ayude, se me retuerce la angustia.
             Mi papá sigue pagando el error de esa confusión con el ingeniero. El, porque sigue en su trabajo solitario de toda la noche y todas las noches allí donde trabaja de velador. Allí donde yo no le podré ayudar si le pasa algo. Allí donde no puede dormir en paz y no me deja dormir en paz a mí tampoco.
            Era la oportunidad de demostrarles que yo también los quiero. Rápido pensé en comprarle a mi papa unos zapatos nuevos y unas camisas allá en la fayuca y en darle para un radio nuevo o una grabadora para que oyera más a gusto el juego del Unión Laguna. Porque mi papá ya no está para andar trabajando. Ya no está para eso. Quise darle lo que hasta entonces no había tenido: descanso y la compañía del único hijo que tenía a su lado. Pensé nada más en darle mi sólida protección.
           Hasta comencé a fraguar planes. Tracé una estrategia para pintar la casa y arreglar los techos, porque el año pasado todos nos goteamos y hasta creímos que la casa se iba a caer; entonces sí que haríamos.
          Y me acordé también de Zandra, como no pensar en ella. Tanto que la necesito. Ojalá ella entendiera. Las últimas veces que estuvimos juntos me dijo que en su escuela tiene un pretendiente, que ya se le había declarado y que vive por Jardines de California; casi por donde empieza Torreón Jardín. Yo sé que todos los que viven por ese rumbo son de dinero, pero eso no me preocupó porque creo en el amor confiado que Zandra me tiene, soy un creyente de su mirada limpia, mi pecho es un fiel de sus latidos. Creo en ella como en la Virgen de Guadalupe. Lo del pretendiente en un principio no me importó. Me importó más lo otro que me dijo esa vez. Que a ella no le pasaría lo mismo que a su madre y a su abuela. Que desde jóvenes tuvieron que trabajar para mantener a la familia y ella no estaba dispuesta a eso. La verdad, lo último sí me asustó y creí que me iba a dejar si no me daban el trabajo.
         Entonces le platique lo del empleo y la confusión con el ingeniero Montano. Está la posibilidad de engancharme ahí, en esa fábrica, está la posibilidad y una esperanza para el futuro eterno, le dije. Le dije también que la licenciada  me pidió que volviera el miércoles. Y volví. Pinche mala suerte. Mejor me hubiera dicho que el jueves o el viernes. Total volví. Allí empezó la mala suerte. Esa que no deja que mi padre duerma en paz, allí empezó.
           El miércoles cuando volví a las once, la secretaría de la licenciada ya me estaba esperando. Me regaló una sonrisa de oficina y me pidió que la acompañara al despacho.
          Tomó una carpeta y me indicó el camino, el mismo camino que ya conocía. Cuando estábamos en el despacho la secretaria le dio la carpeta a la licenciada y salió, no sin antes regalarme otra de sus sonrisas con copia para el archivo de la memoria. Cuando quedamos solos la licenciada empezó a revisar los documentos de la carpeta, eran mis documentos, pensé. Por varios minutos los revisó con cuidado como quien busca un error para fundamentar una excusa. Pero falló porque tenía todos mis papeles en regla, con todo y las copias que me pidieron; hasta un recibo viejo de luz donde se comprobaba el domicilio que anote en la solicitud, hasta eso. Querían verificar donde vivía. Allí empezó a cambiarme la puta suerte. Esa perra suerte que no se me acaba nunca licenciado. Pinche mala suerte.
           Al final de revisar los documentos, la licenciada extendió toda la mirada de sus ojos y también sus palabras. Me dijo que el puesto que solicite ya estaba ocupado, pero que tenían otro vacante; que si me interesaba se lo dijera para que me tomaran en cuenta como principal aspirante. No me quedo de otra. Mendiga suerte. Cuando ya estaba todo, de repente nada. Entonces para qué tracé planes y futuro solidario con mi padre y con Zandra, si después nada. Pinches manipuladores de esperanzas, hijos de su puta madre. .
          Eso me dijo la licenciada. Eso. Que había otro puesto. Eso no me importó. Hubiera querido el que fuera, en donde fuera; pero cierto. Allí empezó la falacia, la maquinación que me tiene aquí. Siguió la mala suerte. Esa mala suerte que siempre me ha seguido desde que nací, esa misma mala suerte que traigo pegada como sentencia perpetúa licenciado.
          Al final de aquella entrevista me pidió que volviera la próxima semana, el martes a las once en punto. Que ella hablaría con el gerente del departamento donde me mandarían dentro de poco. Quise decirle que no me interesaba con quien tenía que hablar, pero que ya me diera una respuesta definitiva. Que me diera el trabajo
         Quise hacerlo pero no pude. Las palabras no acudieron a mi coraje ni a mis labios, la voluntad me traicionó en ese momento.
          Si en ese instante me hubiera acordado de mi padre y de Zandra se lo hubiera dicho. Por ellos yo soy capaz de todo, hasta de matar. Pero no me llegó el valor requerido al entendimiento para decirle mi sentir, mi impotencia, sólo atiné a susurrarle que estaba bien, que volvería el próximo martes. Que yo iría porque nunca tuve teléfono a donde me hablaran, y aquí donde estoy menos licenciado. Pero en eso quedamos.
        Ese día en la tarde cuando vi a Zandra conservé un poco de alegría. Estaba seguro de tener el empleo. Estaba seguro porque yo estudié Comercio y reunía los requisitos para el puesto nuevo. Estaba seguro. Hasta tenía más ilusiones compartidas para mi esperanza. Y es que el futuro era esperanzador. El descanso tranquilo de mi padre en casa y Zandra también. Toda mi felicidad futura se la debería al trabajo, al sólido trabajo que ya casi tenía. A esa confusión. Como ahora le debo todo. Hasta lo que hice con estas manos.
         Estuve muy contento toda esa tarde con Zandra. Ya no pensaba en otra cosa más que en darles toda mi protección. Todo mi presente y mi futuro. El fruto de mi trabajo; sustento de la felicidad venidera. Estuve muy contento con ella hasta que volvió a confiarme lo del pretendiente. Que ahora le regalo una esclava y unos aretes de esos caros, buenos. Y que ella pensaba devolvérselos, que no haría caso de sus pretensiones. ¿Pero entonces para qué se los había recibido?  Esa galantería, ese cortejo me preocupó bastante. Zandra quién sabe cuánto resistiría el asedio. Ese asedio. Y los demás cortejos, antes que decidiera cambiarme por otro. Con dinero. Porque quién sabe cuántas tentaciones de muchos treteros estaban cerniéndose ya sobre Zandra. Mi Zandra. Prodigio infinito de alegría y origen eterno de nostalgia. Zandra ausente de mí ahora. Zandra perdida  para siempre.
           El martes allí estaba, puntual, a las once, como me dijeron. Puntual por penúltima vez. Atravesé la oficina como quien cruza el umbral del triunfo. Así pasé esa vez. Con la mirada al frente. Con paso firme y decidido a disputar lo que era mío y siempre me ha pertenecido, pero nunca me fue dado. Nunca. Menos ahora licenciado.
          Esa ocasión continúo la pinche falacia. La puta maquinación. La licenciada me pronunció que ya estaba todo listo. Todo. Que el próximo martes me presentara en una sucursal de esa empresa en la Zona Industrial de Gómez, que a las nueve estuviera allí mismo con ella para que me dijera lo del sueldo y el horario. Que fuera el lunes.
        Fue cuando me dieron ganas de gritarle que mi padre se había puesto malo entre semana, y que no teníamos para las medicinas porque mi papá no tiene derecho al Seguro. Quise gritarle que ya me diera el trabajo. De lo que fuera. Que ya no podía esperar más. Quise gritarle mi desesperación por estar perdiendo poco a mucho todo lo que era mi existencia. Quise hacerle entender eso. Mi angustia por estar perdiendo lo que más quiero, a mi padre y a Zandra. Quise decírselo para que me entendiera. Pero el mismo valor que después me sobraría me volvió a traicionar y sólo le suplique con la mirada. Sólo eso. Arrastre la mirada suplicándole que ya, que por favor terminara con la incertidumbre del trabajo. Con la angustia del futuro.
         Arrastré la mirada de mis ojos, pero no mi dignidad. Porque aprendí que uno de jodido lo único que tiene es dignidad y esa hay que conservarla y defenderla. Eso hice con mis ojos. Estos ojos que vieron muchas veces a Zandra, y que ya no la verán más. Por eso ahora nada más la imagino. Por eso embalsamé su recuerdo con la precisión exacta de la memoria. Porque mis ojos ya no tendrán la figura de ella, que es el mejor elogio para cualquier mirada que pueda verla. Pero quedamos que volvería después; el lunes para que todo se arreglara. Nada más faltó que me dijeran cuanto me iban a pagar y el turno del trabajo. Pinches falaces. Corrompedores de conciencias y futuros.
            Volví el lunes. La suerte se me trastocó todita completa. Toda. Pero todavía faltaba que me diera el zarpazo final. Pinche mala suerte. Fue la última vez que estuve allí. La última. No volvería más. Aunque quisiera licenciado.
           Cuando llegué la secretaria me prodigó, tal vez, su mejor sonrisa de toda la mañana y su mejor mirada de soles embarrados en los ojos; como tratando de darme ánimo para que pudiera soportar lo que venía. Para que asimilara con buen ánimo lo venidero. Abrió un cajón de su escritorio y tomó una carpeta. Aquí están sus documentos, todas las contrataciones incluyendo la suya quedaron canceladas. Ya tomamos sus datos, nosotros nos comunicamos con usted. Eso me dijo la secretaría. Eso. Sentí que cada una de aquellas palabras era un golpe que me atizaban en el entendimiento. Sentí que Zandra era ya de otro. Sentí eso. Y más. Todo junto me hizo reaccionar y salir de la estupefacción en la que estaba. Déjeme hablar con la licenciada, le dije a la secretaria algo encabronado; porque a mi sorpresa siguió la indignación y la ofensa de sentirme burlado.
           Déjeme hablar con ella, no tardaré; le repetí ante la negativa que me dio la primera vez. Y me volvió a contestar que no, que la pinche licenciada estaba ocupadísima, que no podía atenderme. Quise cruzar lo que una vez me pareció el umbral del triunfo, pero me detuve porque lo resguardaba un vigilante que al ver mi actitud se puso en la puerta. Quién sabe cuántos casos como el mío ve a diario ese vigilante.
          Tal vez pensaron que quería agredir a la licenciada y al ingeniero Montano. Eso han de haber pensado. Eso. Sentí que me enfrenté al prestidigitador sólo y tramposo del destino; mi esperanza no pudo contra él.
         Sólo quería ver a la licenciada para decirle de buena manera que para que me engañaron. Que ellos que ganaban con eso. Que para qué me hicieron creer en lo que no iba a ser cierto. Quise verla para decirle que nunca se encargara de darle una esperanza de trabajo a nadie. A nadie. Porque al final uno es el que la lleva. Uno. Así como yo ahora. Eso quise decirle. Pero no me dejaron. Ni chanza me dieron de disputar lo que es mío y nunca me han dado. Nunca. Se me retuerce la angustia nada más de pensar en mi padre y en Zandra. Quién sabe qué habrá sido de ellos. Y salí, perro que desaparece arrastrando el pelambre de la impotencia.
      Ese lunes al salir de allí me dirigí a la oficina del Servicio Estatal de Empleo licenciado. Allí me fue peor. Luego luego me preguntaron que si tenía oficio o profesión, experiencia en empleos anteriores, referencias, recomendaciones y que me esperara a que las fábricas pidieran trabajadores. Que me esperara. Como si mi padre y Zandra aún pudieran esperar. Y esperé otra semana, no más. Cuando regresé me dijeron que volviera la próxima, que todavía no tenían nada para mí. Fue cuando le dije al que me atendió que ya no podía esperar más. Quería un trabajo de lo que fuera, de lo que sea. Se me soltó la lengua y le seguí diciendo que por qué me negaba uno de mis derechos si yo quería trabajar, que a poco al gobierno no le interesa que uno sea productivo. Que nada más porque no tengo amigos importantes que me recomendaran no me podían dar trabajo, que entonces por qué el presidente dice en los noticieros que sí hay trabajo y los dueños de las fábricas dicen que necesitan trabajadores.
           Todo eso le dije pero no me entendió. Antes me amenazó con echarme una patrulla. Tuve que irme. Pinche mala suerte licenciado.
           Por el camino me ajusté el traje de los condenados que traía puesto desde hace mucho.
          Esa tarde ya no busqué a Zandra. Ya no la vi. A la mejor ya no la veré más. Tome su recuerdo y me lo guardé en el pecho. Agarré un puñal pendenciero y me salí a la calle. Le dije a mi papá que ahorita venía, y es hora que no regreso.
         Dígale licenciado, dígale al juez antes de que me juzgue y me sentencie, que yo no fui el culpable de apuñalar con estas mismas manos a esa muchacha para robarle las joyas. Dígale que enjuicie a los que me engañaron. Ellos son los de la culpa. Ellos me empujaron a esto. Yo solo quería un trabajo. Eso dígale al juez licenciado, porque aquí el futuro no sirve para nada, ni siquiera el presente sirve para algo. Aquí no hay un después para la existencia. Dígale que aquí el presente no se emplea para el futuro.

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José Lupe González nació en Gómez Palacio, aunque casi siempre ha radicado en el ejido El Vergel, Mpio de Gómez Palacio, Dgo. Es egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, de la UAdeC, de la  licenciatura en Ciencias de la Comunicación. Ejerce el periodismo desde 1992. Es director del tabloide especializado sobre medios y comunicación kioSco. (http://kioscomedios.wordpress.com/)
           Algo de su obra poética se ha publicado en Fundación del Futuro, en el colectivo Comarca de Soles y en la revista Estepa del Nazas; una parte de su narrativa se encuentra en el colectivo Cuentos de La Laguna.

lunes, 25 de abril de 2011

El circo

Por: Teresa Muñoz Ortiz
 
Foto: "Ride Pagliacci", por Miguel Espino©
Mi hermana tenía la extraña idea de irse con el circo en cuanto éste volviera a pisar el pueblo; para que sucediera debieron ocurrir cerca de cuatro años, porque por aquí casi no pasaba nada: una feria cada año en la que se perdió una de las primas pequeñas entre la gente.
Vivíamos todos juntos: catorce niños, cuatro tías y los abuelos. Cuando nuestros padres se fueron de braceros, nuestras madres comenzaron a trabajar en el taller de costura que tenía la abuela, y fue una cosa natural quedarse ahí a dormir: curiosamente, siempre había algún traje urgente, algún ajuar de novia que entregar bordado y mientras unas tías pegaban lentejuelas o canutillo, otras nos daban de merendar y nos acostaban. Nuestras madres se fueron llevando, la ropa primero, luego los muebles; para finalmente habitar conjuntamente esa gran morada llena de canarios de todos colores y gente hablando el día entero; convirtiéndonos en la familia más grande del pueblo.
La casa era un verdadero  matriarcado, del cual mi hermana siempre quiso salir. Las tías se ocupaban de resolver los problemas de los catorce, sin importar quién era el hijo y quién no. A veces tanto cariño era asfixiante, o eso sentía ella. Que, por otro lado, preguntaba por papá y con cada respuesta, éste se volvía más fantasmal. Mi hermana no tenía ningún interés en crecer y dirigir los destinos de nadie. Quería recorrer caminos que, imaginaba, había hecho mi padre. Casi no lo vimos, era el menor de los tres hijos de mi abuela y cuando ellos decidieron irse, yo apenas había nacido y mi hermana tenía tres años.
Creo que mi madre aceptó el hecho de quedarse sin hombre, a cambio de obtener el poder de manejar a toda una recua de chamacos en constante lucha contra la   pobreza. Un día éramos ricos y merendábamos chocomilk con conchas de vainilla untadas de natas y, al siguiente, agua y los gritos de furor del abuelo, encerrado en el traspatio. Mi abuelo nos llenaba de vergüenza y orgullo: una mezcla extraña de sentimientos. Cuando lo veíamos borracho tirado en la calle, fingíamos no conocerlo, aunque los otros niños gritaran: “¡Ahí está tu abuelo, llévatelo al circo!”. Él era quien, estando sobrio, animaba los festivales del pueblo como maestro de ceremonias, mientras mi abuela cantaba. Mi hermana y las primas de su edad bailaban, pero en cuanto cumplían doce años les prohibían andar en esos festejos exhibiéndose. Mi hermana le tenía miedo al abuelo. Creo que era la única de todos nosotros que no lo disfrutaba cuando estaba sobrio. A los más pequeños nos enseñaba a jugar canicas o nos llevaba al río, cuando tenía agua, para enseñarnos a pescar con las manos. Pero ella nunca iba, ni siquiera la vez que cumplió ocho años y la consideraron apta para subir al cerro por orégano, junto con los más grandes.
A ella le molestaba  no bailar más en público, no tener un abuelo para ella sola; un padre real. Sin la danza, perdía la posibilidad de ser otra; pareciera que nunca estuvo conforme con lo que era. A mí me llevaba como único testigo al cuarto de prueba, cuando la abuela y las tías se iban a entregar la ropa, y ahí se transformaba: colores en el rostro y disfraces exóticos que ella inventaba con retazos, y bailaba y se perdía en un mundo al que no teníamos acceso ninguno de los niños que vivíamos en esa casa. Con mis primas no jugaba, ni intimaba. Sólo a mí me daba entrada a su fantasía. Ella quería ser una especie de lucero, no tenía muy clara la idea, porque no teníamos con qué comparar; nos veía como a los charcos donde nunca se quiso meter.
Fue por esa época que ella comenzó a ver la posibilidad del circo como un modo de salir de este pueblo y de convertirse en algo brillante y admirado. Y todo comenzó con la visita del primero que nos tocó ver. Justo por las fechas que los tíos enviaron dólares y la promesa de irnos todos con ellos a California, donde habían, por fin, conseguido un papel que les permitiría quedarse y con el tiempo convertirse en ciudadanos gringos.
El azoro nos duró lo que nos tardamos en entrar a la carpa de los fenómenos: la mujer rana quepordesobedecerasublá,blá,blá, el hombre pez, el espejo que nos transformaba en altos, gordos, flacos, enanos; la mujer barbuda y el hombre más fuerte del mundo; el hielo que se convertía en fuego; el faquir; y un cuarto del cuál nadie quería salir: el tesoro brillante e intocable del pirata Manoulent; tenía tantos colores y luz que el deslumbramiento del robo nos tocó por segundos a cada uno de los que entramos a verlo.
El circo nos gustó y tuvimos tema de conversación por una semana. Como todos los niños del pueblo fuimos, compartimos el recuerdo del chico que caminaba por la cuerda floja, tres perros chihuahueños saltando aros de fuego, camellos que jamás habíamos visto antes, un hombre que comía navajas, cuatro señoritas que volaban entre columpios y lentejuelas, y lo mejor: una pareja de indios, él le aventaba cuchillos de fuego a ella y no falló ninguno; hasta que la memoria lo desgastó y dejó de tener veracidad.
Mi hermana quedó en un estado de somnolencia tal que, si antes la consideran rara las niñas de la escuela, ahora la evitaban. Mis primas cuchicheaban y cuando las tías no veían, se burlaban: creían que andaba de novia. No sé cómo consiguió entrar a las tres funciones que dio el circo. Varias veces la vi, rondando las jaulas de los animales, los carros de las trapecistas.
Y la idea empezó a crecer en ella: irse con el circo. Porque el mundo estaba en otra parte y no en este pueblo donde hasta el mar se secó. Para ella, los cerros grises que escalábamos cada fin de año, como recordatorio de las proezas que podíamos realizar si nos lo proponíamos en el año por venir, eran asfixiantes recuerdos de un encierro al que parecían estar condenadas las mujeres de la familia.
A veces se sentía traicionada por lo que ella consideraba la huida de papá. Sabía que la princesa que pudo haber sido a su lado, había quedado frustrada. Quería buscarlo, reclamarle, asirlo fuertemente y no soltarlo jamás. Papá era su refugio inventado, porque realmente nunca lo había conocido, sólo veía su foto y creaba historias que me contaba para tranquilizarme en las noches de mucho viento, cuando escuchaba voces desconocidas en la casa.
El circo generaba riquezas que le permitirían viajar y, tal vez, un día podría sorprender a papá en cualquier lugar donde éste se encontrara. Llegaría con tanto dinero que él no tendría que buscar trabajo en ningún lado y así, viviría  sólo para abrazarla.
Mi hermana comenzó a cambiar mucho en los años que tardó en regresar el circo al pueblo. Primero se volvió callada, no quería jugar más conmigo ni compartir secretos; las primas dejaron de invitarla a salir. Un día, yo ya tenía doce años y andaba solo en el parque, la vi recargada en un árbol con un muchacho. Éste la besaba y ella reía. Él le contaba cosas sobre el viaje que hacía cada año a la capital con su familia. Ella lo miraba extasiada contar todas las maravillas de los dorados salones a donde llegaban él y sus padres. Estuve viéndola un rato largo, no sé cuánto tiempo. Sentí que mi hermana ya no era más mía, no era más de nosotros porque ninguno la hacíamos reír como ese muchacho. No sabíamos mentiras sobre otros lugares. Y mi padre escogió ese año para irse a Alaska.
Mis primas mayores se habían casado y los primos grandes estaban en California con los tíos, los cuales vinieron a las bodas y se volvieron a ir. Al que no volvimos  a ver fue a mi papá. Los tíos no sabían nada de él y mi mamá estaba tan acostumbrada a vivir sin él que solamente dijo “ya aparecerá” y logró que la vida siguiera como siempre, sin aspavientos ni llantos.
Así que a mi hermana le tocó llevarnos al circo en esa ocasión, era la única dispuesta a llevar a los más chicos. El muchacho con el que le brillaba el rostro, se había ido otra vez,  a cosechar más mentiras para ella.
Yo no pude disfrutar la función como hace cuatro años; me preocupaba pensar que en cualquier momento mi hermana podía desaparecer, y dejarnos para siempre como si hubiera sido sólo una exhalación de mis padres. Durante el tiempo que el circo tardó en levantar la carpa, ella estuvo ahí, observándolo todo.
Esta vez el animador era un hombre delgado y oscuro. Con voz grave y bien modulada fue presentando los números: las chicas en los columpios, el hombre en la cuerda floja, los payasos aburridos, la contorsionista, las cebras bailarinas y antes del intermedio: un número en el que una muñeca salida de una maleta cobra vida mágicamente gracias al baile que realiza un hombre grande con cabellos rojos y piernas tan fuertes que parecía imposible que se moviera con tanta gracia al bailar.
El hombre rojo no pronunció una sola palabra durante su acto, y la muñeca se veía tan rota, que mucho tiempo después de acabado el número, ninguno de los niños podía creer que fuera de verdad. El circo se transformó en el lugar de los algodones de piedra y caramelos de mil colores alucinantes y venenosos. Ese acto cambió mi percepción del circo completamente: la muerte que baila ante su creador, un verdugo que por más brillos a su alrededor no dejaba de tener manos morbosamente sumergidas en el grito estancado de una vida que no sé si valía la pena intentar. El circo se volvió una grotesca máscara, insuficiente para cubrir la miseria del deseo humano de agradar.
Esa fue la última vez que la vi. En casa dicen que llegó con los niños y luego se encerró en su cuarto; para entonces, ella ya podía tener una habitación propia. Nadie la vio salir otra vez.
Hoy que vivo en una ciudad, que por fin pude evitar la maldición de los hombres de mi familia de irnos para otro país y cumplir el sueño de mi hermana: conocer el mar, veo las noticias, y sé que mi hermana quedó incrustada en mi recuerdo y porvenir para siempre.
La imaginaba en brazos del hombre de los cabellos rojos, segura y protegida al fin, con un futuro lleno de ciudades nuevas, océanos, bosques y selvas. Pensaba en ella como un ser feliz lejos del desierto, de los terribles medio días de mi pueblo, donde las campanas de las cuatro de la tarde siempre suenan a muerto y uno siente que en cualquier momento desaparece entre ese sol difuminador.
Se fue con el circo, sí. Con el hombre de los cabellos rojos y la muñeca de la maleta. Anduvieron como cualquier otro circo: de pueblo en pueblo. El brillo de las trapecistas desapareció cuando ellas limpiaron su rostro y tendieron su espíritu en las madrugadas después de la última función. Las cebras eran mulas pintadas. Los payasos le  recordaron tanto al abuelo, porque antes y después de la función tenían que alcoholizarse, y a ella le tocaba limpiar sus porquerías y levantarlos cuando salían del escenario tropezándose, profiriendo maldiciones y dejando tras de sí la risa y los aplausos de un público por completo ajeno a lo que sucedía atrás. Los trajes vistosos, las plumas y el esplendor, tenían que remendarse y colorearse cada noche para no deslucir al siguiente día. La mujer-muñeca dejó el circo cuando el hombre rojo la cambió por la novedad de la piel de mi hermana; por un deslumbramiento nuevo que lo ponía, nuevamente, a la altura de un dios.
Mi hermana conoció un tiempo las sábanas que la albergaban como un hogar. Fue momentáneamente una princesa en manos del artesano; la fue haciendo a su gusto, superando en mucho a la antigua mujer; para obtener de ella todo el provecho posible. Hasta que el que calor fue tanto como estar en la eternidad del Averno. El hombre de los cabellos rojos y piernas fuertes, la obligaba a hacer cosas que ningún muchacho del pueblo hubiera imaginado siquiera, y la risa que alguna vez le escuchara en el parque se petrificó en una sonrisa que salía de una maleta todas las noches tomando vida con los aplausos que, de todas formas, no lograron sacarla de su confusa equivocación. Ella se convirtió finalmente en la muñeca principal de la historia cuando el hombre de los cabellos rojos no pudo detener la fuerza de sus piernas, la de sus manos, ni la de esa furia que lo perseguía varios circos atrás y que estalló contra ella sin misericordia.
Para ocultar su crimen, escondió a mi hermana en la maleta que fue encontrada en la frontera; justo el día en que mi padre, cansado de su solitario y egoísta viaje por el mundo, regresaba al pueblo de donde salen sueños que se diluyen en la espera.

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Foto: Milenio / Miguel del Río.
Aunque su acta de nacimiento dice que es originaria de Minatitlán, Veracruz, siendo hija de Laguneros, María Teresa Muñoz Ortiz se crio como tal. Ha vivido en La Laguna intermitentemente. La temporada más larga fueron estos últimos diez años en los que fundó la Escuela de Escritores de la Laguna, de la que es directora. Actriz, licenciada en idiomas, promotora cultural y amante de los viajes. Cuentos suyos aparecieron en diversas publicaciones del estado de Veracruz y de la Ciudad de México.

domingo, 17 de abril de 2011

Al calor de los recuerdos

Por: Silvia García Urzúa

Jardín del musgo - Jacobo Tafoya©
Aún recuerdo la última vez que me llamaste Amanda. Fue en el sepelio de mi padre, hace más de diez años. Luego, casi de tajo, suprimiste la palabra de mi bautismo. Al principio no le di importancia. Lo atribuí a un descuido, a las tensiones que te provocaba el almacén o, en el mejor de los casos, a una confianza tan lograda que volvía prescindibles los nombres. Ahora lo entiendo de otra forma. Al dejar de mencionarme, disipabas poco a poco mi presencia en nuestra casa.
            Hace mucho frío, como el día en que nos casamos. Recuerdo que la organza del vestido no lograba contener las agresiones invernales. Mi madre sugirió que me abrigara. Me negué, desde luego. Ingresé a la iglesia con la piel entumecida, pero no dejé de sonreír. Tú aguardabas adentro, con tu figura afilada, casi perdida entre el mármol. Bajo una luz medrosa tus ojos brillaban, más que nunca. ¿Me querías entonces? Yo hubiera podido jurar que sí.
            Anochece y todavía no enciendo la luz. El fuego de la chimenea dibuja siluetas en las paredes. Parecen almas fugitivas del infierno. No tengo miedo. A mi edad sólo le temo a las caídas. Le doy un trago más al café y me acomodo en el sillón. Mis ojos vagan entre las sombras incipientes. En un rincón de la repisa detengo mi mirada sobre unos círculos dorados. Unas caras risueñas murmuran sus recuerdos: Ana a los tres años, Ana y Miguel jugando en la playa, Miguel en su graduación, Miguel y Linda en su boda, Ana y las niñas.
            Las niñas... Ahora deben ser unas jovencitas. En su última visita, Susan daba sus primeros pasos y Leslie bajaba y subía las escaleras como venado en estampida. Cuando se aburría de aporrear escalones, deambulaba en el jardín y se perdía entre los rosales. Le gustaba cazar rosas, pero más de una vez la atacaron sus espinas. Don Luis le prometió cortarle a  diario las flores más hermosas. Leslie las colocaba en agua y luego procedía a buscarles un espacio adecuado. En pocos días, la casa se inundó de primavera: pétalos en la sala, en tu escritorio, sobre la chimenea, dentro de la cocina. Al año siguiente esperé el regreso de la niña cazadora de rosas; guardaba para ella unos jarrones pequeñitos, para sus ramilletes, pero Ana no volvió.
            —No es que no quiera ir, mamá, es que Greg se indispone cada vez que viajamos para allá, el clima no le sienta bien.
            Ayer llamó Miguel. Después de saludarme con un correcto “feliz cumpleaños, mamá”, me pidió que lo pasara contigo. Le dije que no estabas, que no sabía a qué lugar del mundo habías viajado, ni con quién ni cuándo volverías. Que, por si lo había olvidado, tú no acostumbrabas avisarme de tus actos. Me reprochó mi incomprensión.
            —Es un tipo libre, ya regresará cuando haya descansado lo suficiente. Trabaja mucho.
            No le insistí. Te dejó saludos y prometió que vendrá en el verano. El año pasado dijo lo mismo.
            Desde hace algún tiempo supe que en realidad nunca salías de la ciudad. No faltó alguna voz solidaria que me diera razón de tus andanzas y la causa verdadera de tus largas temporadas fuera de casa.
            —Entra y sale de un domicilio a unas cuadras del almacén, casi siempre acompañado. Son casi unos niños...
            Entonces entendí tu trato gélido y la piedad burlona en la mirada de mis amigas. Vi hundirse el escenario de mi vejez. Con unos hijos adultos que tienen su propia familia y, además, tan lejos ellos de aquí, me sentí desorientada. Lloré en silencio muchas noches, pero la humedad de mis mejillas germinó en indiferencia y un buen día descubrí que toleraba más mi soledad que tu presencia en la casa. Dediqué el tiempo a jugar con Nube y ayudar a Jovita en la cocina porque, desde que despediste a la otra muchacha, ella tiene más trabajo del que puede cargar.
            Anoche abrí el regalo que me mandó Miguel. Era la escultura de un gato. Su elección me conmovió. Creo que sabe cuánto significó Nube para mí y lo mucho que la extraño.
            Recuerdo cuando llegó con ella, pequeñita, un listón rojo atado al cuello, una semana antes de viajar a Denver. “Para que no te sientas sola”, dijo. Le di ese nombre por ser a lo que más se asemejaba su forma: una blanca y redonda nubecilla.
            Entre las tardes de nostalgia en la sala y los paseos por el jardín, Nube creció y se volvió mi compañera. No hubo rincón en la casa que no fuera penetrado por su curiosidad y pasara a ser feudo de sus dominios; ni siquiera la cocina, aunque jamás hurtó nada, como dama bien educada. Sus travesuras consistían en mordisquear las flores y pasar entre mis pies cuando notaba la premura de mis pasos. En más de una ocasión estuve a punto de pisarla pero, lejos de exasperarme, provocaba mis sonrisas.
            Nunca entendí el por qué de la llegada de Vigo a la casa. Argumentaste los muros vulnerables y la preocupación que esa debilidad te causaba en tus ausencias, aunque a lo largo del tiempo nunca antes había parecido importarte. Lo que sí tengo claro es que desde ese momento se alteró la paz de mi rutina. Nube evitaba salir al jardín y, cuando lo hacía, caminaba insegura a mi lado, intimidada por los ojos duros y la mandíbula apretada. Don Luis trataba de alejar mis temores y ahuyentaba a Vigo con algún ademán. El animal obedecía, pero a lo lejos reanudaba el gruñido amenazante.
            Sólo una vez mi felina olvidó su cautela. Jugaba divertida con mis pies y de pronto corrió hacia los jazmines. Fue un error, y lo pagó. Un chillido atroz rompió el silencio. Cuando llegué al lugar, el jardinero apartaba al ensañado perro de su pequeña presa, pero no había fauna a la que salvar. En el césped, como en el cielo, había una nube ensangrentada.
            Ese día mi mente se detuvo. De Jovita recuerdo una boca moviéndose enfrente de mí, pero no descifraba sus sonidos. Colocaba en mis manos tazas tibias, que se helaban con el paso de las horas. Le supliqué al sol del amanecer alejar lo que podía haber sido un mal sueño, pero los ojos condolidos de Jovita anularon mi tonta ilusión.
            Don Luis sepultó en el jardín a la gatita, entre azaleas y gerberas. Vigo se mantuvo alejado, simulando dormir bajo los cipreses, aunque más bien evitaba el encuentro conmigo. Pasaron unos días.
            —Yo no he visto ratones —murmuró Jovita al repasar la lista de la despensa.
            “Yo tampoco”, pensé apática.
            —Le pido que los cereales sean de la marca que le anoté. Por favor, no olvide esta vez los quesos —le dije cuando ya abordaba el auto.
            —No se preocupe, yo le recordaré —dijo don Luis mientras cerraba la puerta del carro.
            Un par de horas después guardábamos los víveres en la alacena.
            —¿Qué le parece si mañana cocino pollo con verduras? –preguntó la cocinera dulcemente.
            —Me parece bien —contesté, como pude contestar lo contrario. Mi cabeza se ocupaba de otras cuestiones.
            Más tarde intenté leer un libro en la sala, aunque no logré pasar de la misma página. El sueño me derrotó sobre un sillón, sin que yo lo advirtiera o lo deseara. Y vino otra mañana. Ayudaba a preparar los alimentos cuando entró don Luis a la cocina.
            —Vigo está muerto —dijo secamente.
            Guardé silencio un momento y luego pregunté:
            —¿Qué hará con él?
            —Lo mejor es enterrarlo en el jardín, como a Nube.
            —No me gusta la idea —contesté mientras hundía con más fuerza el cuchillo en la cebolla.
            —Puedo cavar la tumba lejos de las flores, entre los árboles o a un lado de la barda.
            La maldad se evapora con la muerte. ¿Qué importa un montón de huesos en el jardín?
            Después de meditarlo unos segundos, asentí con la cabeza y proseguí mi tarea junto a Jovita. La comida adquirió una tonalidad de sabores inesperada y sorprendente, por lo grata. No sé si fue el aliño de hierbas o el aderezo de manzana, pero disfruté el plato como nunca.
            Los días posteriores transcurrieron con demasiada y triste lentitud, o tal vez me pareció así por mi escaso ánimo de hacer cualquier cosa. No salía al jardín, para evitar el recuerdo de Nube, hasta que, una mañana, don Luis me invitó a conocer la primera floración del rosal Evelyn. Me resistí al principio, pero hube de sucumbir a la mirada suplicante del pobre hombre. Mi anhelo subconsciente de belleza se vio recompensado. Tres majestuosas rosas amarillas despuntaban del follaje y se mecían con la canción del viento.
            Permanecí largo rato contemplando el rosal hasta que la voz de don Luis me sustrajo al embeleso.
            —Víctor Hugo y Madam Hardy tienen brotes. En unos cuantos días el jardín estallará en colores —me presumió orgulloso.
            —Don Luis, ¿podría enseñarme a cultivar rosas? —pregunté, poseída de un imprevisto entusiasmo.
            —Señora, estaré encantado. Pero antes debo aclararle que la jardinería no es tan sencilla como parece. Deberá usted acostumbrarse a convivir con tierra y agua, a ensuciar sus manos y su ropa, a espinarse una que otra vez, a sufrir una llaga causada por las tijeras, entre muchas otras linduras. Yo viví en el campo muchos años y ayudé a mi padre en sus cultivos, por eso cuando me jubilé busqué el reencuentro con la tierra; pero usted no ha usado sus manos para un trabajo tan rudo como éste.
            —Ah, eso no importa, le aseguro que puedo acostumbrarme a eso y a más. ¿Recuerda el macizo de flores que me sugirió formar a un lado de la pérgola? Creo que el momento de construirlo ha llegado. Le ofrezco mi colaboración en calidad de aprendiz. ¿Aceptaría mi solicitud?
            El viejo sonrió y di por aprobada mi postulación. Esa tarde trazamos la forma y el tamaño del macizo y comenzamos a elegir las plantas que lo integrarían. Yo propuse rosales y jazmines, él sugirió geranios y lavandas. Después de mucho debatir, optamos por las cuatro. Una semana después iniciamos los remiendos en el rostro del jardín.
            Don Luis me explicó pacientemente cada uno de los pasos. Él iniciaba los trabajos y yo los continuaba. Algunas veces lo hice bien, pero otras él debió enmendar mis desaciertos. Admiré sus manos leñosas, duras al remover el suelo y suaves al cortar las ramas. Aprendí a arar. Aprendí a aplicar abono. Cavé surcos y planté rosales. Me esmeré en el riego de las plantas y en menos de dos meses comenzaron a florecer.
            Animada por mis primeros logros, le sugerí a don Luis construir un pequeño estanque; le pareció una buena idea y elegimos el lugar para montarlo, a pocos metros de la tumba de Nube.
            El jardín ha cambiado mucho desde entonces. Ahora tiene caminos de adoquines y le agregamos macetones y rocallas. Entre senderos angulosos, cada tarde, el jardinero y yo conversamos acerca de las plagas y de la marchitez, acerca de su jubilación, su viudez y mi soledad, hasta que el cielo se volvía rojo. Lo sigo con la mirada después de despedirse con un gesto afectuoso y su figura traspasa la verja; es lo normal la mayor parte de los meses, pero cuando llega el invierno los paseos se acortan debido al viento helado. Don Luis enciende la chimenea y llevamos la plática a la sala; sobre todo en domingo, como hoy, el día libre de Jovita, el viejo y yo nos damos compañía.
            Hoy la charla se truncó porque observó tu llegada. Discretamente, se mantuvo en el jardín. Yo estaba en la cocina y no reparé en tu arribo. Cuando vivías en casa nunca escuché tus pasos. Te desplazabas siempre silente de un punto a otro, intentando controlar hasta el más leve sonido. Mientras rebanaba los vegetales, una ligera sensación me impulsó a levantar la cabeza. Me encontré con tus ojos lapidarios. Ni un saludo ni una palabra de cortesía. Tu presencia —lo supe— obedecía a un motivo importante; en caso contrario una llamada habría sido suficiente, como lo era desde hace tiempo.
            —Hola, Roberto. No te escuché llegar. ¿Cómo has estado? ¿Te ofrezco un café?
            Entraste sin contestarme. Luego empezaste a hablar con tu frialdad habitual.
            —Las ventas del almacén no se han recuperado y ya no puedo pagar el crédito al banco. Los ingresos del mes no me alcanzan para cubrir la nómina, los pagos a proveedores y los gastos de esta casa... Precisamente de eso quiero hablarte.
            Te sentaste frente a mí y continuaste el discurso.
            —Esta casa ocasiona gastos innecesarios. Cuando vivían aquí nuestros hijos era aceptable pero ahora, dime, ¿no es demasiado grande para una sola persona? La cocinera y el jardinero representan mes a mes una gran suma de dinero esfumada en sueldos. A esto agrégale las notas del supermercado, los recibos de luz y esos caprichos tuyos en el jardín, y tendrás causas más que suficientes para mi falta de liquidez. No pienso tirar más mi dinero.
            El asombro no me permitió emitir exclamación alguna. Sentí un calor espeso inundarme la piel; sentí abrirse una hoguera repentina. Quise defenderme y decirte que tus gastos eran mayores a los míos y, más que nada, injustificados. Quise recordarte que esta casa y, sobre todo, el almacén, no los forjaste con tu trabajo, sino como producto de tu matrimonio conmigo.
            Hasta el momento de su muerte mi padre creyó ver en ti, su mejor empleado, al hijo que no tuvo. Entre el marido indiferente de su hija mayor y el yerno afectuoso y responsable que aparentabas ser, es sencillo resolver por qué te eligió para heredar su empresa. Mi hermana intentó advertirme siempre de tu doblez, pero no le creí y terminó por alejarse. Ahora me arrepiento. Quise hablarte a la cara y discutir. Quise desmentir tus argumentos infundados, pero las palabras se ahogaron en mi boca.
            —He puesto en venta la casa. Un departamento pequeño te permitirá vivir con dignidad. Mañana te paso las direcciones de los que he visto para que escojas el que te parezca mejor. Con una criada a tu servicio será más que suficiente; avisa al jardinero que hasta este mes trabaja aquí. Mientras tanto, empaca tu ropa y elige los muebles que quieras conservar; desde esta semana comenzarán a venir personas interesadas en comprar la casa.
            Te levantaste. Tus ojos reflejaban una victoria inobjetable.
            —Estaré un rato en la sala. Llévame el café y las llaves del auto; el mío está en el taller y no me gusta viajar en taxi.
            Abandonaste la cocina flanqueado por el mismo silencio con que llegaste. Yo me quedé inmóvil durante varios segundos. Una ristra de imágenes desfiló por mi mente. Por un momento imaginé ser Nube amenazada, a un segundo de las fauces de Vigo. Después preví mi último día, aprisionada en una casa extraña, sin flores, sin jardín y sin estanque.
            Comencé a llorar, pero el razonamiento me dijo que así no remediaría nada. Sequé mi cara y traté de respirar serenamente. Después de un hondo suspiro logré caminar. Encendí la cafetera. Abrí la alacena.
            Revisabas unos papeles ahí, en ese sillón, frente a la chimenea; después averigüé que se trataba de las escrituras de la casa. Me mantuve a unos pasos de la sala hasta que bebiste el último trago y recogí la taza vacía. Era cuestión de esperar.
            Salí al jardín. Don Luis podaba unos rosales.
            —¿Se le ofrece algo, señora? —me preguntó.
            —Mi marido se quedará un rato todavía. No es necesario que permanezca más tiempo aquí. Hace mucho frío. Puede irse y regresar mañana.
            Se despidió con ojos oscuros y dulces. Me quedé unos minutos tratando de ordenar mis pensamientos. Caminé lentamente hacia el estanque y visité la tumba de Nube. Permanecí junto a ella hasta que el frío me hizo volver a la casa.
            Entré a la sala. Sobre la alfombra, tu caída dispersó un montón de hojas como cartas de una baraja; y del sillón colgaba uno de tus brazos, tibio. Mis brazos invadidos de rencor cobraron una fuerza que nunca habían tenido, y te empujé a la chimenea, que ardía aún, espléndida.
            He encendido la luz. El fuego ha reducido tus cabellos y de tus dientes desnudos emerge la más cálida de tus sonrisas. En un momento más Vigo estará acompañado. ¿Qué importa un montón de huesos en el jardín?
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Silvia García Urzúa nació en Gómez Palacio, Durango. Es Licenciada en Administración Fiscal por la Universidad Autónoma de Coahuila. Estudió Literatura en la Escuela de Escritores de la Laguna y en el Taller de Escritura que coordina el profesor Saúl Rosales en el Teatro Isauro Martínez (Torreón, Coahuila). Cursa actualmente el Diplomado en Creación Literaria ofrecido por la Dirección Municipal de Cultura de Torreón, en la Biblioteca José García de Letona.