martes, 24 de mayo de 2011

El coyote dormido


Por: Enrique González Heredia
"hey! we're over here!" por Miguel Espino©
¡Wacha, wacha!- volaba la orden en las sombras. Corríamos a tropezones tras el coyote, un individuo de edad indefinible. Pese a la oscuridad estaba seguro de que éramos más visibles de lo que deseábamos.
—Óra se hace. En greña —nos aseguró en el lobby del hotel. Le entregamos el dinero y unas horas más tarde corríamos a través del hueco en la alambrada que divide el desierto a unos kilómetros de Mexicali. Al reflejo de la noche brillaban los anuncios que prevenían sobre el calor y los animales peligrosos, pero en ese momento nada nos podía detener. Éramos unos puñados más de ansiosos por llegar al otro lado, por saciar la sed del dólar.
Bajamos la cuesta de una loma suave, llegamos al valle y nos detuvimos asustados al ver que se encendieron y apagaron varias veces las luces amarillas de una camioneta oculta entre las rocas. El coyote se impuso a nuestro miedo:
—¡Wacha, ése!, métanse pa’ dentro de la Van, ¡wacha, métanse pa’ dentro!
Ahogué la risa al escuchar el pleonasmo. Lo que menos me convenía ahora era enemistarme con el coyote ni con su gente. Estaba totalmente en sus manos. Entramos a la camioneta atropelladamente y en cuanto cerró la última puerta saltamos por una brecha hacia la autopista.
Al poco tiempo el conductor se desvió por una brecha lateral. El coyote asomó su cabeza rasurada para explicarnos que más adelante debíamos salir y caminar por la falda del cerro. Que tuviéramos cuidado porque la migra se escondía por esa zona, pero que si nos agarraban no debíamos resistirnos, que de todas maneras nos garantizaba llegar a nuestro destino.
La camioneta se detuvo y las puertas se abrieron al unísono.
—¡Ora, corránle pa’ delante! —ordenó. Corrimos y escuchamos que la camioneta se alejaba tras de nosotros. El coyote también corría a un lado nuestro y animaba a quienes se retrasaban. Durante un rato solamente se escucharon nuestros pasos y jadeos.
Al dar la vuelta tras el cerro vimos a dos patrullas de la migra que parecían esperarnos. Los que corrían adelante se detuvieron de golpe. Los de atrás nos negamos a seguir, el rumor corrió como un relámpago:
—¡Ahí’stá la migra!
El coyote salió al frente, observó a los agentes y volvió de inmediato:
—¡Tírense al suelo y no se muevan. Que nadie hable ni fume. Nada de ir al baño. No se muevan nada!
Me tiré sobre lo que me pareció era pasto. Desde allí veía las camionetas estacionadas con los agentes conversando apacibles y tal vez en verdad ajenos a nuestra asustada presencia.
El coyote se estiró sin ruido frente a mí, una joven se tendió a mi costado, otra mujer más allá. Esperamos.
Mi temor creaba entre las sombras serpientes de cascabel que reptaban bajo mi ropa, alacranes siniestros que me alanceaban feroces, una alfombra de tarántulas y otras alimañas. Tenía la boca seca y un escalofrío me corrió por todo el cuerpo.
Empezó a caer una brisa menuda que en pocos segundos nos empapó. El frío y la incomodidad obligaban al grupo a moverse de rato en rato. Me parecía imposible que a pesar de nuestro ruido indiscreto los agentes de la migra no nos hubieran descubierto aún. En medio de los cuerpos tirados, el del coyote era el único que parecía relajado. Reposaba con la cara oculta entre los brazos cruzados.
—¡El coyote dormido. Qué buen nombre para una cantina! —pensé al mirarlo.
Al cabo de un largo rato, tal vez horas, se escucharon los motores de las camionetas al arrancar. Alcé la cabeza y vi que se alejaban de nosotros, aparentemente sin habernos visto. El coyote seguía quieto. Esperamos, confiados en que él sabría cuándo podríamos continuar.
El cielo clareaba y el frío era insoportable. Gradualmente se alzaron las voces del grupo. Algunos intentaban despertar con voces al coyote para continuar la marcha.
La joven que yacía a mi lado se levantó decidida.
—¡Oiga. Despierte, ya se fue la migra! —dijo. Luego retiró velozmente el brazo— ¡Aaayy! ¡Está muerto!
Su grito rasgó la mañana.
De un salto rodeamos el cuerpo del coyote. Efectivamente, estaba muerto.
Todos quedamos en silencio. Primero nos miramos unos a otros, luego al horizonte distante, buscando una respuesta a las preguntas que se nos atoraban en la garganta.
Llevamos un rato hundidos en el estupor. Algunas mujeres murmuran al lado del cadáver, tal vez rezan por su alma.
A nuestras espaldas está México. Allá se encuentran el fracaso, la derrota, la desilusión; al frente nos espera un océano de misterios e incertidumbre. Aquí, en mitad de la nada, nuestras esperanzas se desvanecen junto al cuerpo inmóvil del coyote dormido.

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José Enrique González Heredia nació en el DF el 10 de agosto de 1957 y vive en cualquier lugar del país, leyendo, escribiendo y contando historias por las calles y donde quiera que haya oportunidad. Asegura tener dos libros de cuentos terminados, pero hasta la fecha sólo ha publicado algunos cuentos en revistas de literatura. Es fundador y editor del folleto literario "Letras Volantes".
A Enrique a veces se le encuentra en las plazas y alamedas concurridas, entreteniendo al transeúnte varado con los cuentos de su teatro de papel; de ahí que algunos de sus cercanos cariñosamente le apoden Kamishibai. Ésta es su segunda publicación en La Plomiza.

lunes, 23 de mayo de 2011

Palabras-aves

Por: Nadia Contreras. 

No pudo articular palabra. Extraño suceso. ¿Soñaba aún? Era de las personas que jamás mantenían la boca cerrada. Le dijeron que se dedicara a escribir; tantas historias podían vender algunos libros. Escribe, escribe mucho, insistían. Lo intentó algunas veces, repetidas veces. Sin embargo, la hoja siguió en blanco. Lo suyo era la improvisación. Su conocimiento sobre los temas más diversos era sorprendente. Su boca, ahora, estaba sellada. La abrió. En el espejo la garganta lucía perfecta. ¿Era un castigo? ¿De quién? ¿Por qué? Miró una vez más y ahí estaban las palabras, ocultas tras la faringe. Al unísono, soltaron la carcajada; una carcajada burlona, demasiado burlona. La habitación fue un estallido. Ante la mirada atónita del hombre y la boca aún abierta, saltaron. En caída libre hacia el precipicio abrieron las alas. Dicen, que era tal cantidad de palabras-aves, que el amanecer se oscureció por completo.   

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Nadia Contreras (Quesería, Colima, México, 1976). Poeta. Mención en el Premio Nacional de Poesía “Elías Nandino”, 2001; Premio Estatal de la Juventud, Colima, 2002; Premio de Poesía IMJ, 2003, y Premio de Publicación Editorial, convocado por la Dirección de Cultura de Torreón, en 2006 y 2008. Autora de poesía Retratos de mujeres (SCC, 1999), Mar de cañaverales (La luciérnaga, 2000), Lo que queda de mí (FETA, 2003), Figuraciones (Paraíso Perdido, 2005), Poemas con sol (La Fragua, 2006), Cuando el cielo se derrumbe (El tucán de Virginia, 2007) Presencias (Mantis editores, 2008) y de crítica literaria: Pulso de la memoria (Universidad de Colima, 2009).

miércoles, 18 de mayo de 2011

Guerra por la corrección

Por: Saúl Rosales

Emilio vino a sustituir al corrector de pruebas de imprenta anterior que acumuló las tres faltas consecutivas consideradas por la ley como causa de despido y, pronto, al cuarto día, los patrones, seguramente después de que los abogados levantaron el acta de abandono de empleo, publicaron en el periódico el anuncio clasificado que solicitaba quién llenara la vacante. Emilio lo leyó y llegó en su baja estatura, enclenque, con su rostro opaco a pesar de lo meticuloso de la rasurada, con opacidad de pequeñez interna, con tal pulcritud en la ropa que parecía nueva y con los previsibles lentes de quien lee mucho. Exhalaba una fragancia más fresca y más grata que la de la mañana que había yo dejado afuera al entrar a las ocho a mi jornada laboral. El jefe de taller lo condujo al cubículo de los correctores donde día tras día yo dejaba la vista, un cuarto aislado, hay que favorecer la concentración, y me lo presentó: Emilio. Mucho gusto, Abel, dije mi nombre. Después de que salió el jefe, Emilio se acomodó de esa manera tímida con que se acomoda uno en un nuevo lugar de trabajo, como si fuera una toma de posesión casi provisional. Lo miré disminuido en su escritorio paralelo al mío. Le expresé mi sorpresa de que le hubieran dado el empleo de inmediato, sin haberlo mandado antes a que yo le hiciera un examen de aptitud.

–Por mi experiencia –me aclaró–. La persona con la que hablé, creo que era el dueño, quedó contenta con mi experiencia. Le mostré que tengo bastante.

–Dónde trabajó antes –inquirí escudriñando su rostro moreno y valorando sus lentes de metal y vidrios claros. Cuando yo necesitara unos me los mandaría a hacer con esas características. Sé que las ópticas los recomiendan según la cara de uno pero yo de todos modos me haría unos como los de Emilio. Me gustaron.

–En varias imprentas –me respondió con alguna cautela de origen ignoto. O tal vez no fue miedo, sino que lo imaginé.

Por un momento se quedó mirando el teléfono aposentado en mi escritorio, tal vez pensando que en el suyo no había uno y que cuando lo necesitara tendría que levantarse, acercarse y tal vez hasta solicitármelo. Yo le calzaba una timidez inerme.

–Con razón –comprendí que por sus empleos anteriores no lo habían mandado a que yo lo probara; para qué, si había trabajado “en varias imprentas”–. Pero de corrector no hay mucho trabajo –le comenté a pesar de todo mientras observaba la pulcritud y la perfección de su camisa.

Sin duda Emilio se preocupaba por su apariencia mucho más, mucho más que yo por la mía. Eso habría contribuido a que le dieran el empleo de inmediato. Supusieron o intuyeron que como hombre pulcro en su persona lo sería en su trabajo. Su apariencia, más su historial de tipógrafo en las varias imprentas. Aunque yo sé que también soy bueno en mi trabajo a pesar de que descuido mi apariencia. Un corrector de imprenta es alguien con un poco más de información y desarrollo mental que el común de los mortales, para decir un lugar común, y eso se está demostrando constantemente. Evito aquí la palabra culto.

A estas alturas de nuestra conversación, la mano derecha de Emilio, armada con el bolígrafo, descansaba en el escritorio, al filo del párrafo que estaba corrigiendo en la prueba de galera, mientras la izquierda lo hacía sobre el original. Más o menos en esa posición estaba yo cuando empezamos a platicar pero luego me relajé para hablarle. Giré mi asiento para verlo de frente. El permaneció dándome su flanco. No quiso perder su posición por culpa de la charla y de vez en cuando alzaba la mirada para hacerme sentir que seguía mis palabras, aunque yo no estaba más alto que él.

–Es cierto. Lo que pasa es que soy linotipista, no soy corrector –dijo como dando una explicación que no hubiera querido expresar por vergüenza–. Trabajaba de linotipista, pero con esto de las computadoras ahora se necesitan menos linotipistas que correctores. Me quedé un tiempo sin empleo y luego busqué éste, es decir, el de corrector.

Así que su expediente no relataba experiencia de corrector, sino de linotipista. Su campo laboral se estrechó con la llegada de las computadoras y saltó al de los correctores y ahora era mi compañero.

–Están desempleando a muchos –le comenté, no porque lo supiera por estadísticas sino por evidencias cercanas. En la misma imprenta ya habían desocupado a algún otro linotipista precisamente por la llegada de las computadoras y en consecuencia, abundante trabajo que corregíamos salía no de los linotipos, como muy poco antes, sino de las nuevas máquinas.

–Sí, otros amigos tuvieron que aceptar su liquidación, igual que yo –dijo Emilio sin elevar sus hombros enclenques ni dejar que una de sus manos abandonara la prueba que corregía ni la otra el original con el que la cotejaba. La línea de metal blanco del sostén de los lentes se le hundía en el pelo negro después de cruzarle la piel opaca sobre la sien.

–La desocupación es un azote no sólo para los linotipistas –le dije–. Son millones los trabajadores cesados o que nunca han tenido empleo en todas las áreas. El gobierno alega que por el crecimiento acelerado de la población, como si la demografía de otros países, Estados Unidos por ejemplo, no creciera, y a pesar de eso no tuvieran oferta de empleo.

–Es cierto, y además allá pagan bien. No como aquí –levantó la cara para verme. Aproveché para alargar el comentario.

–Es por lo que llaman el ejército industrial de reserva, ¿no?; el exceso de mano de obra. La abundancia de gente desempleada facilita que nos paguen poco a quienes tenemos empleo y si mostramos descontento por el poco salario nos corren porque siempre habrá más de uno esperando para sustituirnos.

Después de mi comentario Emilio dio levedad a su situación, se echó un poco para atrás en la silla de carretes y me miró con destellos de franqueza. También su pantalón tenía rasgos de fino y estaba cuidado.

–Con estos sueldos necesita uno por lo menos dos trabajos o que en la casa trabajen todos –dijo, como hablaría quien ha tenido la oportunidad de expresar una idea que le llena la cabeza–. Yo me casé hace poco y ya estamos pensando, mi esposa y yo, en que ella también trabajé.

–Si es que encuentra dónde.

–Es verdad.

Yo trataba de mirar el efecto que le hicieran mis palabras, no por las ideas que nombraban nuestra realidad con sus tonos sin brillo, sino para confirmar que Emilio, como linotipista, estaba acostumbrado a un vocabulario más allá del usual.

–Yo soy de los afortunados –le confié–. Bueno, apenas. Es que acabo de conseguir otro trabajo.

–¿De corrector? –le saltó la pregunta.

–De corrector, sí. No es de planta, pero algo es algo. A destajo, claro, en una editorial grande. Ellos necesitan un corrector de planta. Yo les dije que no podía, por este trabajo de las mañanas, por el cansancio de los ojos –le expliqué a Emilio igual que les había explicado a los de la editorial–. Si me llevo el trabajo a la casa lo puedo hacer poco a poco, en lapsos que yo me fije, pero con constancia durante la tarde y la noche, para cuidarme del cansancio de los ojos. Creo que pronto voy a necesitar lentes, más ahora que tenga que corregir por la mañana, la tarde y la noche. Luego me dice dónde se mandó hacer los suyos. A destajo debe uno echarle más ganas.

A destajo significaba que yo iría periódicamente a la editorial, es decir, no ocuparía el lugar que ellos ofrecían de planta, recogería galeras o páginas con sus respectivos originales para corregir en la casa. Tras hurgar en las pruebas de imprenta rastreando en busca de erratas y gazapos de los operarios de computadoras y linotipos, y marcarlos, las regresaría y a cambio recibiría cada quincena algo que incrementaría mi presupuesto de hijo lejano que necesita auxiliar a sus padres.

–¿Y qué tal pagan? –me preguntó mientras hacía que los carretes de la silla lo reacomodaran en su escritorio y se interesaba más en lo que estaba haciendo que en mi respuesta.

Por lo ropa uno dudaría que Emilio tuviera necesidad de que su esposa trabajara, pero quién sabe, alguna gente prefiere gastar su dinero en el vestido, el calzado y los afeites en lugar de hacerlo en cosas de verdad esenciales.

Su pregunta me sorprendió porque ciertamente, aunque yo había buscado ese otro trabajo por necesidad, no se me ocurrió preguntar sobre el tabulador y después, para encubrirme mi descuido, me dije que confiaba en la seriedad de la empresa, que una compañía así, grande y culta, no pagaría con tabulador de explotador desalmado. En cambio a Emilio de inmediato, como a buen proletario, le vino a la mente la cuestión del pago, me había preguntado qué tal pagan.

–No me lo va a creer pero no sé –le dije–. No pregunté. De cualquier manera supongo que pagarán lo normal. Es una empresa grande, seria.

–Deben tener ya sus tabuladores establecidos.

–Así es –dije pensando en que Emilio juzgaría que yo era un estúpido que no pregunta cuánto le van a pagar por su trabajo o por lo menos me miraría en ese momento como alguien que en verdad no necesita un empleo y por eso le da igual el salario que sea–. De cualquier manera realmente no empiezo todavía. Estoy esperando a que en estos días me llamen para recoger el primer paquete que me gastará los ojos.

–Qué imprenta es –me preguntó, supongo que para ver si él había sido linotipista en la que yo le dijera o para calcular la seriedad de la empresa que le mencioné.

–No es imprenta/ bueno, no nada más. Es una editorial grande, producen sus propios libros en sus propios talleres –yo había visto en las librerías los volúmenes que publicaba la empresa que me ocuparía a destajo, los había de todas las materias, desde textos escolares básicos y académicos hasta literatura y fascículos de leyendas e imágenes para niños. Le dije el nombre de la compañía y seguimos platicando.

Volvimos al tema del desempleo, de los daños físicos y psicológicos que padece uno como trabajador a causa de la desocupación involuntaria, no comer bien, no curarse padecimientos, la preocupación por no darle lo que uno quisiera a la familia, la depresión, las frustraciones, el desequilibrio mental. Estuvimos de acuerdo en la incapacidad dolosa del sistema capitalista para ocupar toda la oferta de mano de obra. Si lo hiciera dejaría de ganar lo que produce la explotación del asalariado, aparte de que por su esencia el maldito capitalismo no permite la planificación de la economía y sin esto no hay ocupación plena. En fin.

–Las necesidades que no puede uno satisfacer por falta de empleo lo hacen sentir miserable. Lo hunde a uno la depresión de sentirse inútil –dijo Emilio con las manos resguardando el lugar donde había interrumpido el trabajo para hacerme su comentario, y con vibraciones de experiencia infausta en la voz. Sin duda sus palabras se las dictaba el recuerdo de los flagelos del desempleo.

–Es cierto, no sólo en el estómago o en la casa resiente uno los azotes de la desocupación. La desocupación lo va manchando a uno con lacras psicológicas/ la depresión, la frustración, como usted dice –agregué también desde mi experiencia de antiguo desempleado–. A veces siente uno como ganas de vengarse de la vida o de hundirse en el fatalismo de la marginación y eso es señal de que ya se le pudrió el alma y eso no aparece en las estadísticas.

Aunque yo había sido desempleado ahora podía considerarme afortunado porque ya no lo era y hasta, como se lo hice saber momentos antes, había conseguido ese otro trabajillo a destajo. Mi trabajo en la imprenta, ciertamente, no me daba para una vida opulenta, vamos, ni siquiera para una solvencia relativa, es decir, de restaurancillos de domingo, ropa más o menos y asistencia al cine sin remordimiento por el gasto frívolo, pero por otra parte, dentro de mí pensaba que este empleo me otorgaba cierta categoría por su calidad intelectual. No ante tal persona o tal otra, no, sólo ante mí. Era una autosatisfacción inconfesable que me gratificaba, repito, sólo ante mí, ante mi soledad. ¿Por qué? Porque para ser corrector de pruebas debe uno tener ortografía de académico, habilidad visual de cóndor para localizar las fallas y asentaderas de chango por las horas que debe pasar aplastándoselas. De viejo podría decirme a mí mismo –me confiaba en mis soliloquios–: Fui corrector de pruebas en empresas tipográficas importantes.

En la editorial en la que ocurrió lo que relato ahora, mi labor resultaba absorbente porque sobre todo corregía libros de literatura. También papeles circunstanciales como invitaciones, programas, volantes, diplomas, otros textillos, pero sobre todo libros de literatura. Un trabajo así lo pone a uno en convivencia con la pasión y la razón, los sentimientos desbordados y la fría lucidez. Más lo primero. Si te toca un libro sobre la teoría del valor económico o la movilidad social te lleva por los caminos que acostumbra ir el pensamiento analítico, pero si te toca una novela, te lleva a cohabitar con los temperamentos desatados por el autor; si un volumen de poesía, te hundes en los sentimientos más íntimos; si una obra de teatro, en fin, entras al cruce de destinos conducidos por las emociones de personajes previstos con tridimensionalidad.

Yo vivía solo y disponía de mucha soledad para fantasear como los autores de los libros que corregía, así que puedo decir que no vivía tan solo. Igual puedo decir que vivía con mi neurosis. La neurosis es compañera inseparable en la soledad. Su presencia le impide a uno estar totalmente solo en tanto no te abandona, no te deja, te atosiga, con temores, con fantasías, con autoanálisis. Siempre está allí.

Pero vuelvo con Emilio. En aquella ocasión de su primera llegada al cubículo donde yo trabajaba seguimos ocupados en lo nuestro: corrección de galeras, de primeras páginas, de formas comerciales, de segundas, de pruebas finas, de programas para actos culturales, de contrapruebas de páginas, de tarjetitas de presentación. Faltaban varias horas para salir. El horario era de ocho de la mañana a tres de la tarde. De rato en rato nos interrumpíamos porque para descansar los ojos yo le hacía alguna pregunta o algún comentario.

Así pasaron tres días. Emilio ya se había acomodado como para siempre en el escritorio. Se le veía a gusto. Reordenó los diccionarios, se puso a la vista un calendario, escondió el cenicero en algún cajón porque no fumaba como el anterior corrector, instaló un vaso que trajo de su casa para contener bolígrafos de colores, lápices y un crayón de cera. Al principio el no se atrevía a hacerlo, pero yo intercalaba en nuestra labor interrupciones charlistas con el propósito de descansar los ojos. Ya después lo hacía aunque no con frecuencia. Mas de pronto lo percibí evasivo. Como anoté, no le entusiasmaba conversar mucho, no sé si consideraba que por ser nuevo en el empleo debía mantener una actitud meritoria, o que le convenían algunas prevenciones cautelosas, o se comportaba así nada más porque así era. Sin embargo también había captado yo que Emilio sí tenía cosas qué decir en nuestras charlas de descanso, casi siempre, es cierto, iniciadas por mí, salvo algunas que empezaban porque él me hacía algunas pregunta, ¿será etología o etiología aquí?, ¿cómo se divide halción?, ¿es con hache halción?, mire, dice: “se suicidó con un puño de Halción al que le añadió otros medicamentos porque no encontraba empleo”.

–Pues qué está corrigiendo.

–Un libro de cuentos –me dijo–. Temáticamente es más bien fragmentario, de depresión, de música clásica, de gente que se va a Estados Unidos, de señoras de cincuenta años. En éste que voy ahora los conflictos son por el desempleo.

–Si no es bueno por lo menos es actual –le comenté para alargar la charla–. Aunque para desgracia de este pueblo y baldón de sus gobiernos el problema del desempleo es irresoluble. Como ya lo hemos comentado, durará mientras dure el capitalismo.

Puede verse, pues, que en nuestras pláticas, por lo demás, ya no tan prolongadas como la de presentación del primer día, con frecuencia retomábamos el tema del desempleo. Entre trabajadores informados y en un país con esa lacra agravada es inevitable este asunto.

–Por cierto –dijo Emilio y en frase tan breve, de dos palabras, pareció gastársele toda la potencia de sus pulmones porque su voz sonó frágil; después de un instante se repuso, carraspeó y a pesar de todo sus siguientes palabras sonaron deleznables, como saliendo de un pianissimo–, fíjese que mi esposa ya no va a tener qué buscar trabajo.

Me sorprendieron sus palabras. Qué tenía que ver aquí su vida familiar. En realidad aquello sólo podría interesarme por lo reiterativo, en nuestras pláticas, del tema de la desocupación de los trabajadores como nosotros. Lo de su esposa era un tema de su interés, casi de su intimidad.

–¿Ya le ofrecieron alguno?

–No. Es que/

–Se sacaron la lotería –se me ocurrió bromear como si yo tuviera ingenio de humorista.

–No. Es que ya encontré para mí otro trabajo, de corrector.

Lo que habíamos comentado: era relativamente fácil encontrar trabajo de corrector, sobre todo porque los operadores de computadora no tienen la ortografía ni mucho menos la cultura que se necesita en este trabajo. Como tipógrafos, esos pinchateclas de computadora son unos improvisados, unos advenedizos ineptos, pero bueno, mientras así nos mantengan el campo de trabajo a los correctores o, más bien, mientras nos lo estén ampliando con su ineptitud, que sigan.

–¿Va a dejar éste? –le pregunté.

–No. Allá trabajaré el turno de la tarde-noche.

–En cambio a mí no me han hablado de la editorial.

Como a mis palabras no siguió ningún comentario en el que Emilio me platicara de su nuevo empleo o cualquier otra cosa, ambos volvimos a las galeradas, a las pruebas finas, a los originales, a deslizar la vista de los originales a las pruebas y de vuelta en busca de erratas, errores, gazapos, yerros, inexactitudes, fallas, faltas, descuidos, incorrecciones, equivocaciones, omisiones, desatinos, disparates, dislates, despropósitos. Era nuestra labor de verificadores del trabajo de los linotipistas y de los operadores de computadora. Así pasamos las horas de ese tercer día hasta que sonó el teléfono que muy pocas veces rompía con su timbre la atmósfera de nuestro cubículo. Me lo acomodé entre la oreja y el hombro mientras marcaba la línea donde había interrumpido la lectura escrutadora y dije que sí, que yo era el señor Abel. Pronuncié las demás palabras que venían al caso para corresponder a los enunciados que se producían en el otro lado mientras una ansiedad me lijaba el alma. Concluimos la conversación y dejé el aparato.

Emilio seguía trabajando dentro de la aureola de discreción en que se había envuelto, metido en su siempre pulcra camisa y en su atmósfera de loción grata y tras sus lentes de metal sin color y vidrios incoloros como los que yo quería.

Me levanté, me acerqué a su escritorio y le pedí los lentes. Los desencajó de su cara y me los extendió mirándome de abajo hacia arriba con una mirada vacía. Recuerdo cómo lo miré yo de arriba hacia abajo con mirada indolente. Giré un poco en mi eje para abandonar sus anteojos en mi escritorio y me volví para agarrarlo y alzarlo de su camisa pulcra y abofetearlo. Le cruce la cara una y otra vez.

En silencio pero hirviendo de ira que preferí contener, me senté en mi lugar. Emilio recogió sus lentes, se los caló y en silencio salió. Le ardería la cara. A mí mis manos me quemaban. Mucho rato después, sin que hubiera concluido el turno, salí. Ya no regresé a aquella imprenta ni me paré en ninguna otra.

De la vergüenza ante mí mismo no he podido escapar.
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Saúl Rosales Carrillo nació en Torreón, Coahuila, en 1940. Es Miembro Correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua; autor de la novela Iniciación en el relámpago; de los volúmenes de cuentos Autorretrato con Rulfo, Memoria del plomo y Vuelo imprevisto; de los poemarios Vestigios de Eros, Transparencia cotidiana, Floración del sueño, Esquilas domésticas y Dialéctica de la pasión; también es autor de los volúmenes de ensayos Huellas de La Laguna y Un año con el Quijote, así como de las compilaciones Condominio de poetas; Cuentos de La Laguna y Poema, analogía e iconicidad. Ensayos sobre la poética de Mauricio Beuchot, y de la obra de teatro Laguna de luz. Su libro Autorretrato con Rulfo fue seleccionado para la colección “Literatura Mexicana Contemporánea ¿Ya Leíssste?” Algunos volúmenes colectivos en los que aparece su obra son Chants de pierre (Cantos de piedra, Maison de la Poésie du Nord/Pas-de-Calais – Alianza Francesa de Torreón), Pensar con los ojos abiertos: poetas coahuilenses del siglo XX (UAC), Polvo ardiente (UAC), Acequias de cuentos (UIA), Julio Torri. Ganadores y menciones del Premio Estatal 1994-1999 (Fonca), Innovación y permanencia en la literatura coahuilense (Conaculta), Las voces del tranvía y Los juglares de El Juglar (UAC). Dirige la revista de literatura Estepa del Nazas.