lunes, 13 de junio de 2011

Finis terrae

Por: Alfredo Loera
La suburban lideraba el convoy. Yo, desde el centro del primer asiento trasero, podía ver la carretera extenderse entre dos grandes planos blancos. La nieve cubría toda la extensión del paisaje a ambos lados. Bajo el cielo de la tarde nublada, cada cierto tiempo, los faros de los trailers se vislumbraban en el horizonte, haciéndose cada vez más grandes, hasta que pasaban por el costado de nuestro vehículo a alta velocidad, estremeciéndolo (más de una ocasión estuvo a punto de derraparse). Cargaban en sus cajas troncos pesados, de treinta o cuarenta metros de largo. A nosotros nos habían contratado para talar ese bosque ya muerto que era trasladado hacia las ciudades.
            En el asiento del copiloto, el capataz llevaba en sus manos un pequeño mapa electrónico e intermitentemente veía un diminuto triángulo que cambiaba de ubicación. Yo no hablaba bien inglés y no pude preguntarle en dónde estábamos. Sabía que era muy al norte. Hacía doce horas que habíamos salido de Edmonton, y de pronto me daba la sensación de que nos dirigíamos hacia ninguna parte.
            Los pinos cercaban el camino y nada cambiaba con el tiempo. La nieve caía despacio, sin descanso. No había ningún otro lugar a donde ir, más que adelante o atrás. Todo lo que estaba a los costados se presentaba como algo desconocido para el hombre. Pensé que había sido una mala idea haber ingresado a ese programa de empleo temporal para inmigrantes.
            Nuestro capataz balbucía algo al chofer y su expresión intentaba denotar confianza, pero creí que no sabía dónde estábamos. De pronto, pensé que la carretera por la que transitábamos había sido construida por dioses, como si fueran las ruinas de una civilización muy antigua. Que nadie jamás había andado por donde íbamos, y que era absurdo que alguien intentara guiarse mediante ese mapa que seguramente no servía de nada en aquel helado paraje.

Nos instalaron en Fort Mcmurray, un pequeño pueblo. Ahí se encontraba la base de operaciones de la empresa que nos contrató. Cada día, por la mañana, nos trasladaban ciento cincuenta millas más al norte para talar. Una carretera derruida que abruptamente terminaba en medio de la nada nos llevaba hasta allá.
Amanecía a las 3 de la mañana y oscurecía a las 4 de la tarde. Debíamos estar listos para partir al bosque a las 0300, y debíamos tener cuidado de siempre regresar a los vagones de resguardo a las 1300. Debíamos estar en Fort Mcmurray antes de oscurecer. La temperatura llegaba hasta los veinte grados bajo cero.
Recuerdo que la primera jornada uno de los canadienses reía arrogante. Posiblemente, lo hacía porque estaba al tanto de que muy pocos entendían las palabras que pronunciaba. Nos miraba con desprecio y como si fuera inútil intentar comunicarse con nosotros. Llamó nuestra atención con gruñidos. Sus ojos claros y arrugados miraban de manera profunda; los inmigrantes éramos la carne de cañón y seguramente la paga que nos darían resultaba una miseria para el trabajo que nos esperaba afuera. Comenzó a gritar, daba algunas instrucciones. Capté algunas palabras: ice, listen, don’t go, wait, pero nada más. Me acerqué a un compañero y le pregunté lo que ocurría. ¿Qué tanto decía el gringo? “Dice que después de Mcmurray no hay nada. Que es el último pueblo que hay al norte, que más arriba no habita nadie”, contestó.


Estuve trabajando allá arriba tres meses. En ese tiempo salíamos al frío, cubiertos con grandes abrigos y con unas gafas que nos protegían los ojos del reflejo del sol sobre la nieve. De estas últimas, decían que era muy importante que no nos las quitáramos porque el destello solar, con las horas, ocasionaba desorientación, y que sin ellas sería mucho más fácil perderse en las planicies del bosque. Los capataces siempre cargaban esos mapas, que después me enteré se llamaban GPS, y murmuraban y luego nos dirigían de aquí para allá en pequeños vehículos para la nieve.
Cada jornada, los pinos fueron cayendo uno a uno, mientras con retroexcavadoras los subían a los trailers que corrían sobre el hielo. A mí no dejaba de parecerme curioso que con esos aparatos supieran dónde estábamos y que nunca nos perdiéramos.
            Una mañana tuve la oportunidad de mirar de cerca el GPS. Mientras inspeccionaba una sierra dañada, un capataz me ordenó que le indicara nuestra ubicación. No pude hacerlo porque lo único que aparecía en la pantalla era esto:

Creí que ellos se engañaban. Pensé que nadie podría guiarse con esa imagen. No había caminos, no había pueblos, ni fronteras de estados, no había nada, sólo esas manchas que simbolizaban lagos que estarían congelados, que en la realidad no se podrían encontrar, y de pronto pensé que, debajo de toda esa nieve, cómo podrían saber que existían esos lagos, y luego me dije que era uno de esos juguetes que los gringos siempre tienen para sentirse los dueños del mundo, pero que nada podía decirles en ese sitio. El capataz me arrebató el GPS y me gritó algo, un insulto. Me quedé parado un momento y me alejé para continuar con mi trabajo.
            “Los mapas sólo sirven en lugares conocidos”, me dije. “No pueden servirte en un lugar en el que estás perdido”. Estaba cansado de aquel lugar. Me quité las gafas y miré hacia alguna parte, no sabía si a oriente o a occidente, todo brillaba, sin punto de referencia, toda la blancura cubría mi mirada. Con mis propios ojos, observaba el final de la tierra conocida de esta parte del mundo. 
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Alfredo Loera nació en Torreón, Coahuila, en 1983. Cursó un diplomado en creación literaria en la Escuela de Escritores de La Laguna. En 2010, la Universidad Autónoma de Coahuila publicó Fuegos fatuos, su primer libro de cuentos en la Tercera Serie de la colección Siglo XXI Escritores Coahuilenses. Actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2011-2010 y 2010-2009.

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