martes, 20 de marzo de 2012

Narraciones cortas

Por: Nadia Contreras

Miguel Espino

Honda felicidad

En punto de las nueve de la noche, el hombre se levantó de su asiento, tomó las llaves y arrastró los pies hasta la puerta. ¿Cómo es que había terminado ahí? Después de haber arrojado al suelo al pequeño hijo del patrón. ¡Qué no se puede estar quieto! dijo, cuando los gritos y las carreras de éste lo hicieron perder la cabeza. Cuidar del invernadero fue lo único que le ofrecieron y aceptó no porque le agradara sino porque a sus cincuenta y cuatro años se sentía demasiado viejo y cansado como para buscar otras opciones. La primera semana pasó rápido y sin ningún sobresalto. Plantas iban y venían. Fue en la cuarta semana que una vez más sintió que las fuerzas lo abandonaban. Ni siquiera el verde de las hojas, el color exuberante de las flores, el olor a tierra mojada, le devolvían el ánimo. Pero volvamos al principio, cuando en punto de las nueve, nuestro hombre se levanta de su asiento, toma las llaves y arrastra los pies hasta la puerta. Volvió la mirada y vio que todo estaba en orden, ese orden que no era otra cosa más que su gran “negligencia”. El invernadero, todos los notaban menos él, moría lentamente. Al fondo, las luces de los arbotantes iluminaban de manera tenue, distinguió la silueta de una muchacha. ¿Cómo entró? ¿Quién era? ¿Por qué estaba ahí? El hombre se volvió por completo y avanzó hacia aquella imagen que se confundía con las hojas de los arbustos, pero no por eso dejaba de ser hermosa, perfecta. ¿Acaso era la mujer de don Carlos, la mujer que mató hace más de cuarenta años, cuando la encontró con Matías su sirviente? ¿El invernadero era su casa entonces? Sobra decir que nuestro hombre, mientras se acercaba se volvía fuerte, ágil, jovial. De pronto sintió dentro de su cuerpo la temperatura ardiente del deseo y ya nada lo detuvo: se arrojó a los brazos abiertos de la muchacha desnuda y los dos se ahogaron en un profundo aliento oscuro. Al día siguiente lo encontraron abrazado a su propio cuerpo extinto. Su cara, dijeron, reflejaba la honda felicidad que brinda el placer.


El inventor

Trabajó años enteros en el proyecto: un teléfono que ayudaría a perfeccionar la especie humana. Llevarlo prendido al cinturón o en el bolso, equivalía a dejar de sentir dolor, inquietudes, sentimientos innecesarios. Sin repiquetear siquiera (el celular conectado por medio de señales a una matriz altamente sofisticada, y esta a su vez, con la corriente extrasensitiva y extranivelada del espacio), las aflicciones, los recuerdos, la maldad, los prejuicios, desaparecerían. El inventor pensó en hombres que, abandonando su estado de víctimas, fueran grandes comerciantes, gerentes, empresarios, escritores, doctores, gobernantes.
Con animales, el experimento fue un éxito. Los conejos olvidaron el estrés y se volvieron más amigables, incluso con los gatos y los perros. Por supuesto, para sorpresa del inventor, la fama le dio un giro total a su vida: entrevistas, conferencias, presentaciones y la postulación al Premio Nobel de las Ciencias. Sin embargo, de pronto, como predestinado a esa misma fuerza que haría a los hombres exitosos y felices, su nombre fue detractado por la comunidad científica. La televisión, los diarios y revistas, pronto mostraron interés en otros temas, según la declaración de los mismos, de mayor importancia. Dicen que la aflicción lo llevó a abandonar su proyecto y huir definitivamente de la ciudad. Vive en una cabaña muy pequeña, allá, en medio del bosque solitario.


La despedida

Me pongo a pensar de otra manera sobre la despedida. Lo que me parece extraño es que sus brazos rodearon mi cuello y los míos su cintura. Un par de segundos más tarde, todo lo vivido caía de bruces al suelo. El otro día leí que lo más importante a la hora de la ruptura es que el otro no vea tus lágrimas. Así, pues, di la vuelta y caminé sin detenerme. Nunca jamás sospeché que la relación terminaría así. Los últimos días había llorado bajo la regadera. Pese al llanto, a su cuerpo abatido por la tristeza, se veía hermosa a través de la cortina transparente. ¿Qué sucedió? Todo parecía normal. Eran pasadas las siete de la noche que yo llegaba a la casa. Entonces iba de un lado a otro: me recibía, me ayudaba a quitarme la corbata, el saco, guardaba el portafolio y me servía la cena. Los dos reunidos siempre a la misma hora. Hubo tardes-noches que transcurrieron en absoluto silencio, sólo un gesto, una pequeñísima intervención que le permitía alcanzar mis manos. Otras, en cambio, eran alegres, vibrantes, diálogos que fluían hasta horas muy avanzadas. El lector comprenderá que si ella, en esta evocación, está sentada a la mesa, hubo circunstancias que la trajeron aquí. No quiero alterar el orden de la historia, pero en este retroceso, ella está en mi cama, confiándome su cuerpo como nunca lo ha hecho antes. Yo me movía nervioso y cuando terminamos, la cubrí celosamente con la cobija. Nadie más, prométeme que nadie más, y ella asintió con una sonrisa que le devolvió la infancia. Un paso hacia atrás y estoy parado justo en el cartel que anuncia el espectáculo. No estoy convencido pero entro dejándome llevar por los aplausos. Había demasiada gente. Las mujeres bailaban en el centro de la pista. Cuando terminaron, una de ellas me tomó por la espalda, me dio un beso en la oreja. No cobro caro, me dijo, incluso no cobro las chupaditas. En el hotel, le separé suavemente las piernas y la penetré como quien descubre un continente. Un tumulto de sensaciones se me vinieron encima. Puedo decir que me enamoré, sí, me enamoré. Jenny se entregó completa y no dudé en invitarla a mi casa. Primero un día, luego semanas, un año y el otro. Como ese primer día, no había mañana, tarde o noche que termináramos jadeantes. Sin embargo, esa mañana, antes de salir al trabajo, la escuché llorar bajo la regadera. La ensoñación había terminado. Me citó frente a la plaza, junto a la luminaria que, en la promesa de vivir juntos el resto de la vida, nos guiaría como un faro a los barcos. Nos abrazamos, nos despedimos. Sin comprender lo sucedido, sé que terminaré por acostumbrarme nuevamente a mis cenas solitarias.


Historia de los números. A manera de ensayo

Pienso en un mundo habitado por el agua, mucho antes de la creación, cuando el ser que lo verá todo, lo sabrá todo, lo dirá todo, aún no existía. Podemos decir, entonces, que de esta misma agua, pero muchos siglos después, nacieron infinidad de seres. Dios, por supuesto, también nació del agua. El hombre, que luego crearía su primera fogata, su primera ciudad, su primera guerra, como lo escribe Fermín Petri Pardo, también surgió de ésta. El hombre dijo llamarse Uno y a sus hijos los bautizó con el nombre de Dos, Tres, Cuatro y Cinco. Con su segunda esposa, nacieron Seis, Siete y Ocho. No cabe en este brevísimo ensayo, explicar cómo estos primeros personajes-números, se multiplicaron hasta lo infinito. Lo que sí es válido, es referirme al hombre que en pleno siglo XXI y con el mayor avance tecnológico, deja de lado la hoja garabateada y mira su reloj pulsera. A la pregunta expresa por parte de uno de sus alumnos ¿pudiéramos existir sin números? responde con un no categórico y, sentado a la mesa, las noticias en el televisor, defiende de manera escrita su postura. Lo que ahora se llama lento, rápido, largo, corto, divisible o extenso, el sueño, el amor, el placer, el sexo, la fascinación y las medidas perfectas 90, 60, 90 de la mujer; los 21 centímetros de largo y 17 de circunferencia del miembro masculino, serían como en el principio: agua, nada. La luz, la fortuna y la eternidad (Dios y el diablo ¿cómo contarán los pecados, las vergüenzas, las infidelidades?) tampoco estarían a nuestro alcance. No dudo, apreciable lector, que después de leer el pensamiento disparatado del hombre, te sientas de pronto agobiado por el miedo. El mismo miedo que nos provocan los genocidios, las enfermedades, los crímenes, la explotación de recursos naturales… ¿Qué existiría, pues? O mejor dicho, los números arrebatados ¿qué quedará de nosotros?  El hombre, mira la hora en el reloj pulsera y pone punto final. Lo demás (eso que ya suprime, rompe, quema) es definitivamente innecesario. Se levanta, se ajusta el abrigo, toma las llaves y cierra la puerta. Aparecen la noche y sus estrellas palpitantes.  



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Nadia Contreras (Quesería, Colima, México, 1976). Poeta. Mención en el Premio Nacional de Poesía “Elías Nandino”, 2001; Premio Estatal de la Juventud, Colima, 2002; Premio de Poesía IMJ, 2003, y Premio de Publicación Editorial, convocado por la Dirección de Cultura de Torreón, en 2006 y 2008. Autora de poesía: Retratos de mujeres (SCC, 1999), Mar de cañaverales(La luciérnaga, 2000), Lo que queda de mí (FETA, 2003), Figuraciones (Paraíso Perdido, 2005), Poemas con sol (La Fragua, 2006), Cuando el cielo se derrumbe (El tucán de Virginia, 2007) Presencias (Mantis editores, 2008), y de crítica literaria: Pulso de la memoria (Universidad de Colima, 2009). Ésta es su segunda publicación en La Plomiza.

sábado, 17 de marzo de 2012

El viaje de las ratas

Por: Enrique Lomas Urista
            
Miguel Espino©
Fuimos los últimos en saltar de un pueblo que se ha inundado de ratas. Caímos sobre el destartalado camión setentero que mi padre logró reparar justo antes de que los feroces roedores nos comieran hasta las ganas de salir de nuestro pueblo de Atascaderos.
            Mi padre me despidió con una bofetada cuando le reclamé que se hubiera quedado a cuidar la última vaca que nos quedó tras la plaga y porque me encargó con la puta del pueblo.
            Ramón, el herrero, arranca el Fordcito y los tres pasajeros vemos alejarse por el vidrio trasero el adiós de mi padre, del último habitante de ese pueblo asesinado por el progreso, porque las ratas llegaron en los huecos de los postes de concreto para instalar la electricidad y el caos.
            Como un cobarde capitán de barco, entre los tres que saltamos al camión está el Alcalde, que se retractó de su ofrecimiento de pagar 5 pesos por cada rata matada a palos, al descubrir que los apoyos gubernamentales que planeaba robar eran ya confetti verde por la acción demoledora de las roedores.
            Las ratas, como los políticos, prefieren el sabor del dinero,  por eso  desdeñaron los mil 200 cebos de cacahuate impregnados de ajo y el letal fósforo de azufre que desperdigó por todo el pueblo ese funcionario gris que se enamoró de la obrera sexual más bella del pueblo, que ahora viaja a mi lado, cual perfumada nodriza.
            Ya cuando el autobús serpenteaba por el camino custodiado de pinos, el Alcalde pretendió enamorar a Magda justificando su ineptitud con la disertación científica de que no sólo descubrió la especie rattus-rattus en las bodegas de granos e inmediaciones de las viviendas, sino también otro tipo de rata de origen noruego conocida como rattus-norvergicus, (o algo así), igualmente dañina y propagadora de enfermedades.
            Ante la indiferencia de Magda, el fallido político y peor especialista en el combate de plagas, se arrinconó en la parte más lejana del autobusito de apenas 12 plazas, recortado a hachazos por los indios tarahumaras de la región. Se untó a su asiento, como el ejército de gatos cobardes, que huyendo de las ratas, se pegaban a las paredes a los tres días de ser reclutados por la Secretaría de Salud.  
            La proliferación de ratas, que puso en la mira del mundo a nuestro pequeño poblado de Atascaderos, propició que las autoridades iniciaran trabajos de reparación de caminos y la apertura de canales que lograron liberar estanques de agua que durante décadas dificultaron el paso de vehículos, a lo que debemos ese nombre que enlodó todo lo que caminó por sus calles. Pero toda esa modernidad no impidió que los techos de lámina de las casas se vinieran abajo por el peso de millones de cuadrúpedos noruegos engordados con el sudor de las frentes del pueblo.
            Ahora que tengo toda la atención de Magda me siento más pequeño y su perfume actúa como cebo envenenado que con apuros pasa por mi garganta y baja hacia mi sexo con un incómodo pero placentero cosquilleo. Me mira con sus ojos de diosa griega mientras intenta aplacar los rizos de mujer que en vano las comadres del pueblo han tratado de domar con jugo de limón durante mis 13 años. 
            La tarde cae horizontal y amarilla sobre el cuello de Magda, que es como un sueño cercenado por el sol, digno de comérselo a besos. Su rostro se mueve por minutos con la cadencia del camino de terracería y se queda apacible cuando el camioncito por fin toma el tramo pavimentado que enfila hacia El Vergel, en donde seguro nos esperan retenes de forajidos y de policías. Hasta ahora que soy grande (porque ya tengo 13) veo con certeza su rostro que durante mucho tiempo ignoré por concentrarme en espiar el cuerpo que le vendía a domicilio a mi padre y que subastaba por horas en su casa de amor entre todos los hombres de Atascaderos.
            El camino es sinuoso y eso provoca que una pierna de Magda se abra un poco, buscando un punto de equilibrio para no derramarse sobre mí en cada curva que Ramón toma a la derecha. Sus piernas perfectas se inyectan en mis ojos, escapan de su breve vestido con nostálgicas oleadas marinas que se impactan en mi cabeza y me atormentan.
            Ramón percibe que ya no soy un niño y me obliga con un golpe de mirada en el espejo retrovisor a ocupar uno de los nueve asientos disponibles. Apenas me incorporo para cambiar de lugar y Magda me atrapa con su voz ronca, de hembra amodorrada, para que siga a su lado. Sin abrir los ojos, me susurra frases que se le dicen a los críos recíen nacidos y me abraza...y me abrasa.
            A tientas adivina que quiero reprocharle que jamás aceptara mi dinero a cambio de un poco de su amor y me atrae contra su pecho y simulo dormir y ser un niño, porque su olor me derriba la tristeza de ser huérfano de madre.
            El amor, cuando es pariente de la dicha dura poco y el freno de motor me despertó de mi sueño simulado y nos aventó a todos a la realidad, para recibir el ingreso al camión de una familia de rarámuris que pagaron con tres ollas de  tesgüino el viaje hasta Chihuahua.
            En el arribo del fermento de maíz, el Alcalde vio su segunda oportunidad y sacó de su maleta una docena de jarritos que repartió a todos, para hacernos más corto el viaje.
            Los cinco tarahumaras ya venían 'heridos' de la puñalada de alcohol que inyecta el tesgüino, por lo que a los pocos minutos ya dormían, unos sobre las butacas y otros en el pasillo del camioncito.
            Después cayó el Alcalde, que se quedó con las ganas de bailar un danzón con Magda, porque el alcohol de maíz ya lo había vencido.
            Solos quedamos Magda y yo, ante la impertinente mirada del espejo retrovisor de Ramón, que al tercer jarrito de tesgüino ya no importaba tanto.
            Magda se derramaba como una cascada de risas cuando le narraba, fingiéndome niño, la astucia con la que logré arrancarle 350 pesos al Ayuntamiento, tras matar 70 ratas alojadas en el granero familiar.
            Su cara de ángel apenas se entristeció cuando le conté que lo único que me movía a salir de Atascaderos era conocer la tumba de mi madre, enterrada en Chihuahua.
            A sorbitos pasamos los retenes fantasmales de los forajidos y de las autoridades, a los que les pagamos con jarritos de tesgüino el paso libre hacia ningún lado.
            Pasaron las horas, ya la serranía se convertía en llanura y mi embriaguez en amor unilateral por Magda, que con dulce torpeza me alejaba por milímetros de su cuerpo y de su aliento, luchando por sacar unas palabras de esos labios frondosos, que quieren decir que me detenga, que es mi madre, que no hay ninguna tumba en Chihuahua. Pero yo sigo viajando en su cuerpo, naciendo a la inversa.   

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Enrique Lomas Urista nació en Hidalgo del Parral, Chihuahua, en 1966. Es corresponsal de Grupo Reforma en el estado de Chihuahua desde hace 20 años, oficio que lo ha acercado a los temas del narcotráfico e indigenismo.
Su trabajo como escritor se ha publicado en cinco crestomatías de cuento y una de poesía, entre los que destaca su primer libro de cuentos "Sueños derramados" y el clectivo de narraciones periodísticas que tejió en conjunto con 6 reconocidos periodistas chihuahuenses, 'La guerra por Juárez'. Ahora escribe su primera novela. Desde su adolescencia se dedicó al periodismo cultural y al guionismo de radio.
Escribe por recomendación de su madre, que le decía, entre la nube de fantasmas que habitaban sus tiempos de niñez, que cuando se tiene una pesadilla hay que contarla en voz alta para que no se cumpla.
Lomas fue el más joven de los integrantes del grupo literario “Botella al mar”, comandado por el maestro Saúl Rosales Carrillo y acompañado de las potentes voces de Gilberto Prado Galán, Jaime Muñoz Vagas y Pablo Arredondo, de donde emergió una crestomatía de cuentos.
Aunque está lejos respirando vida y esperando la muerte, a la Laguna le debe todo: sus mejores amigos, un título universitario, sus primeros amores y la maldita costumbre de dormir sin soñar para jugar a morir un poco.   
Ahora está en Chihuahua, pero de hecho Lomas nunca se ha ido del todo. En su pecho aún alberga el galope de un árido corazón al que le sacude el polvo cada vez que tiene un momento creativo.

viernes, 17 de febrero de 2012

Lo que me gusta es la cheve

Por: Daniel Herrera

Foto: Miguel Espino©
La verdad es que sí me gusta lo que hago, es mejor que trabajar en cualquier maquiladora o en la Soriana. Algunas veces me va muy bien y la verdad es que no tengo que mantener a nadie, todo el dinero es para mí y espero estar así por un buen tiempo. La verdad comencé muy verde, primero era mesera en un bar que estaba por el centro. Y mi novio iba al bar y se sentaba de espaldas a la barra, viendo siempre hacia la puerta, el puñal se encabronaba porque yo trabajaba y decía que era bien puta, pero él se chupaba todas las botellas que yo le pichaba. Además siempre le daba para lo que quisiera, con él se me iba el sueldo.
Entonces una noche que ya me tenía hasta la madre, un güey que estaba bien sabroso me ofreció una lana si lo acompañaba a un hotel. A la salida me esperó y nos fuimos a uno por ahí del centro. Fue la primera vez, el cabrón me pidió que se la jalara y ya, fue todo, fácil y rápido. Sólo tuve que limpiarme las manos y la cara. ¿Has olido los mecos alguna vez? Huelen como a cloro, ¿verdad? Pero se me hace que nunca los has probado. Saben a yoghurt un poquito pasado. Yo ya lo he hecho muchas veces, claro que siempre cobro más. El otro día un güey me propuso metérmela por el culo, entonces lo mandé a la chingada, pero me enseñó tanta lana que no pude decir que no.
Así fue como empecé y desde entonces he tenido muchos clientes y la verdad es por qué estoy bastante buena. Y no tengo problemas con lo que quieran hacer ellos, ¡fíjese! Una vez hasta me pidieron que yo me metiera el dedo y después que cagara encima del güey. Por todo esto cobro mucho más, porque en realidad lo único que me interesa es el dinero. Otros son como usted que sólo viene a platicar, esos son los mejores.
Sólo espero que todo mejore, porque tampoco tengo ganas de seguir aquí haciendo lo mismo, ando viendo cómo hacerle para irme para el otro lado, dicen que en Juaritos hay mucho trabajo, no como aquí. Pero primero tengo que ahorrar para irme, pero también tengo que dejar de tomar, ya una vez me hicieron pendeja por andar tomando cuando trabajo. Pero la neta es que la cerveza es lo que más me gusta, con ese color tan lindo y las gotitas que se le forman a la botella. Ya no tomo cuando trabajo pero en  las madrugadas si me chingo un buen de cheves.
¿Y a usted no le gusta? ¿Si quiere puede picharme unas? Al fin que no vamos a hacer nada. Esta noche está tranquila, si no es por usted me cae que no consigo nada.
Fíjese que sí he viajado al otro lado dos tres veces, la neta no me gusta la cerveza de allá, pero lo demás esta chingón, fui de vacaciones, cuando mi mamá pagaba todo. Mi papá trabajaba por allá y de vez en cuando venía, pero un día se quedo allá, porque ya le calentaba más los huevos una morra de por allá. Mi mamá se quedó con los cinco hijos que tenía, yo soy una de en medio, los otros quién sabe dónde anden.
Después mi mamá se enteró de que yo trabajaba en esto y me corrió de la casa, la verdad ya mero me iba a salir, con lo que gano aquí sí me alcanza para mí solita.
Aquí tengo unas amigas que siempre nos ayudamos, a veces algunos cabrones les da por querer golpearnos, pero nos juntamos y en bola les damos en la madre. Por cierto, ¿no quiere platicar con mis amigas? Ellas también tienen muchas historias, es que hoy es un día flojo, así también nos tomamos todos unas cheves. A lo mejor hasta le hacemos algo de a grapa, ¿cómo ve?

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Daniel Herrera
Escritor, profesor y periodista. Nació en Torreón, Coahuila en 1978.  Licenciado en Comunicación y estudiante de la Maestría en Historia. Ha publicado en distintas revistas nacionales como Replicante, Moho, Armas y letras, Punto de partida y La Tempestad. Su primera novela Con las piernas ligeramente separadas, fue publicada en el 2005 dentro de la colección La Fragua del Instituto Coahuilense de Cultura. Polvo rojo (Ficticia, 2009) es su segundo libro. Publica periódicamente en www.puratolvanera.blogspot.com y se le puede seguir en Twitter: @puratolvanera.

lunes, 13 de junio de 2011

Finis terrae

Por: Alfredo Loera
La suburban lideraba el convoy. Yo, desde el centro del primer asiento trasero, podía ver la carretera extenderse entre dos grandes planos blancos. La nieve cubría toda la extensión del paisaje a ambos lados. Bajo el cielo de la tarde nublada, cada cierto tiempo, los faros de los trailers se vislumbraban en el horizonte, haciéndose cada vez más grandes, hasta que pasaban por el costado de nuestro vehículo a alta velocidad, estremeciéndolo (más de una ocasión estuvo a punto de derraparse). Cargaban en sus cajas troncos pesados, de treinta o cuarenta metros de largo. A nosotros nos habían contratado para talar ese bosque ya muerto que era trasladado hacia las ciudades.
            En el asiento del copiloto, el capataz llevaba en sus manos un pequeño mapa electrónico e intermitentemente veía un diminuto triángulo que cambiaba de ubicación. Yo no hablaba bien inglés y no pude preguntarle en dónde estábamos. Sabía que era muy al norte. Hacía doce horas que habíamos salido de Edmonton, y de pronto me daba la sensación de que nos dirigíamos hacia ninguna parte.
            Los pinos cercaban el camino y nada cambiaba con el tiempo. La nieve caía despacio, sin descanso. No había ningún otro lugar a donde ir, más que adelante o atrás. Todo lo que estaba a los costados se presentaba como algo desconocido para el hombre. Pensé que había sido una mala idea haber ingresado a ese programa de empleo temporal para inmigrantes.
            Nuestro capataz balbucía algo al chofer y su expresión intentaba denotar confianza, pero creí que no sabía dónde estábamos. De pronto, pensé que la carretera por la que transitábamos había sido construida por dioses, como si fueran las ruinas de una civilización muy antigua. Que nadie jamás había andado por donde íbamos, y que era absurdo que alguien intentara guiarse mediante ese mapa que seguramente no servía de nada en aquel helado paraje.

Nos instalaron en Fort Mcmurray, un pequeño pueblo. Ahí se encontraba la base de operaciones de la empresa que nos contrató. Cada día, por la mañana, nos trasladaban ciento cincuenta millas más al norte para talar. Una carretera derruida que abruptamente terminaba en medio de la nada nos llevaba hasta allá.
Amanecía a las 3 de la mañana y oscurecía a las 4 de la tarde. Debíamos estar listos para partir al bosque a las 0300, y debíamos tener cuidado de siempre regresar a los vagones de resguardo a las 1300. Debíamos estar en Fort Mcmurray antes de oscurecer. La temperatura llegaba hasta los veinte grados bajo cero.
Recuerdo que la primera jornada uno de los canadienses reía arrogante. Posiblemente, lo hacía porque estaba al tanto de que muy pocos entendían las palabras que pronunciaba. Nos miraba con desprecio y como si fuera inútil intentar comunicarse con nosotros. Llamó nuestra atención con gruñidos. Sus ojos claros y arrugados miraban de manera profunda; los inmigrantes éramos la carne de cañón y seguramente la paga que nos darían resultaba una miseria para el trabajo que nos esperaba afuera. Comenzó a gritar, daba algunas instrucciones. Capté algunas palabras: ice, listen, don’t go, wait, pero nada más. Me acerqué a un compañero y le pregunté lo que ocurría. ¿Qué tanto decía el gringo? “Dice que después de Mcmurray no hay nada. Que es el último pueblo que hay al norte, que más arriba no habita nadie”, contestó.


Estuve trabajando allá arriba tres meses. En ese tiempo salíamos al frío, cubiertos con grandes abrigos y con unas gafas que nos protegían los ojos del reflejo del sol sobre la nieve. De estas últimas, decían que era muy importante que no nos las quitáramos porque el destello solar, con las horas, ocasionaba desorientación, y que sin ellas sería mucho más fácil perderse en las planicies del bosque. Los capataces siempre cargaban esos mapas, que después me enteré se llamaban GPS, y murmuraban y luego nos dirigían de aquí para allá en pequeños vehículos para la nieve.
Cada jornada, los pinos fueron cayendo uno a uno, mientras con retroexcavadoras los subían a los trailers que corrían sobre el hielo. A mí no dejaba de parecerme curioso que con esos aparatos supieran dónde estábamos y que nunca nos perdiéramos.
            Una mañana tuve la oportunidad de mirar de cerca el GPS. Mientras inspeccionaba una sierra dañada, un capataz me ordenó que le indicara nuestra ubicación. No pude hacerlo porque lo único que aparecía en la pantalla era esto:

Creí que ellos se engañaban. Pensé que nadie podría guiarse con esa imagen. No había caminos, no había pueblos, ni fronteras de estados, no había nada, sólo esas manchas que simbolizaban lagos que estarían congelados, que en la realidad no se podrían encontrar, y de pronto pensé que, debajo de toda esa nieve, cómo podrían saber que existían esos lagos, y luego me dije que era uno de esos juguetes que los gringos siempre tienen para sentirse los dueños del mundo, pero que nada podía decirles en ese sitio. El capataz me arrebató el GPS y me gritó algo, un insulto. Me quedé parado un momento y me alejé para continuar con mi trabajo.
            “Los mapas sólo sirven en lugares conocidos”, me dije. “No pueden servirte en un lugar en el que estás perdido”. Estaba cansado de aquel lugar. Me quité las gafas y miré hacia alguna parte, no sabía si a oriente o a occidente, todo brillaba, sin punto de referencia, toda la blancura cubría mi mirada. Con mis propios ojos, observaba el final de la tierra conocida de esta parte del mundo. 
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Alfredo Loera nació en Torreón, Coahuila, en 1983. Cursó un diplomado en creación literaria en la Escuela de Escritores de La Laguna. En 2010, la Universidad Autónoma de Coahuila publicó Fuegos fatuos, su primer libro de cuentos en la Tercera Serie de la colección Siglo XXI Escritores Coahuilenses. Actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2011-2010 y 2010-2009.

miércoles, 8 de junio de 2011

Dismorfofobia


Por: Enrique Lomas Urista

Escultura: Guillermo Colmenero©
Navaja en mano enfrentó al espejo. Esquivó su imagen bajando la mirada hacia el lavabo, pero el agua turbia acumulada en el fondo le apuñaló la estima con un reflejo y una idea grotesca de lo que venía. Ser feo es terrible, pensó.
El rostro anguloso, la barba cerrada, la nariz perfecta, encajaron en el espacio de 30 por 30 pulgadas de ese cristal con que solo el humano se mira.
Algunas canas nevaban el rostro envidiado del hombre de 30 años, pero fueron segadas en juicio sumario y con la acción eficaz del filo de oro de la navaja.
La mirada se nubló y la nariz creció un poco, los poros se abrieron y la grasa impertinente tuvo que ser abatida con el paso de una fibra que arañó esa cara tan querida.
Las cejas se unieron en un encontronazo de fealdad instantánea, por lo que el hombre buscó remediar el repentino brote con un zarpazo de navaja, dañando irreparablemente un párpado que lloró una lágrima roja.
El párpado maltrecho fue lo de menos ante los surcos inesperados que ya nacían en la frente y que lo exasperaron hasta el llanto.
Pero lo peor ocurrió cuando su estatura ya no le permitió alcanzar su reflejo en el espejo, porque sus piernas se habían arqueado instalándolo en un cuerpo de enano.
Las nalgas le engordaron y le confirmaron la sospecha de haber arribado al enanismo y los brazos cortitos apenas le alcanzaron para arrimar una silla al lavabo frente al espejo para tratar de ver la gravedad de los estragos.
Ya su cara era ancha y sus labios habían crecido como los de un pez de charca maloliente cuando el llamado de su esposa detrás de la puerta del baño le hizo caer de la silla.
Como pudo se repuso y trepó de nuevo a la altura de sus ojos, para esculcar en la mirada restos de sí mismo, retazos del hombre gallardo que fue y que no vería jamás.
Retomó la navaja de oro, abandonó la silla que ya no le alcanzaba para mirarse al espejo y de plano trepó en el lavabo.
Miró de nuevo su rostro horrible, afiló el ansia de muerte y de un solo tajo cortó la yugular para liberarse de sí mismo por siempre.
Sobre el piso de mármol italiano se derramó el cuerpo atlético y el rostro perfecto del hombre, mientras su mujer intentaba derribar la puerta del baño con gritos espantosos.

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Enrique Lomas Urista nació en Hidalgo del Parral, Chihuahua, en 1966. Es corresponsal de Grupo Reforma en el estado de Chihuahua desde hace 20 años, oficio que lo ha acercado a los temas del narcotráfico e indigenismo.
Su trabajo como escritor se ha publicado en cinco crestomatías de cuento y una de poesía, entre los que destaca su primer libro de cuentos "Sueños derramados" y el clectivo de narraciones periodísticas que tejió en conjunto con 6 reconocidos periodistas chihuahuenses, 'La guerra por Juárez'. Ahora escribe su primera novela. Desde su adolescencia se dedicó al periodismo cultural y al guionismo de radio.
Escribe por recomendación de su madre, que le decía, entre la nube de fantasmas que habitaban sus tiempos de niñez, que cuando se tiene una pesadilla hay que contarla en voz alta para que no se cumpla.
Lomas fue el más joven de los integrantes del grupo literario “Botella al mar”, comandado por el maestro Saúl Rosales Carrillo y acompañado de las potentes voces de Gilberto Prado Galán, Jaime Muñoz Vagas y Pablo Arredondo, de donde emergió una crestomatía de cuentos.
Aunque está lejos respirando vida y esperando la muerte, a la Laguna le debe todo: sus mejores amigos, un título universitario, sus primeros amores y la maldita costumbre de dormir sin soñar para jugar a morir un poco.   
Ahora está en Chihuahua, pero de hecho Lomas nunca se ha ido del todo. En su pecho aún alberga el galope de un árido corazón al que le sacude el polvo cada vez que tiene un momento creativo.