sábado, 17 de marzo de 2012

El viaje de las ratas

Por: Enrique Lomas Urista
            
Miguel Espino©
Fuimos los últimos en saltar de un pueblo que se ha inundado de ratas. Caímos sobre el destartalado camión setentero que mi padre logró reparar justo antes de que los feroces roedores nos comieran hasta las ganas de salir de nuestro pueblo de Atascaderos.
            Mi padre me despidió con una bofetada cuando le reclamé que se hubiera quedado a cuidar la última vaca que nos quedó tras la plaga y porque me encargó con la puta del pueblo.
            Ramón, el herrero, arranca el Fordcito y los tres pasajeros vemos alejarse por el vidrio trasero el adiós de mi padre, del último habitante de ese pueblo asesinado por el progreso, porque las ratas llegaron en los huecos de los postes de concreto para instalar la electricidad y el caos.
            Como un cobarde capitán de barco, entre los tres que saltamos al camión está el Alcalde, que se retractó de su ofrecimiento de pagar 5 pesos por cada rata matada a palos, al descubrir que los apoyos gubernamentales que planeaba robar eran ya confetti verde por la acción demoledora de las roedores.
            Las ratas, como los políticos, prefieren el sabor del dinero,  por eso  desdeñaron los mil 200 cebos de cacahuate impregnados de ajo y el letal fósforo de azufre que desperdigó por todo el pueblo ese funcionario gris que se enamoró de la obrera sexual más bella del pueblo, que ahora viaja a mi lado, cual perfumada nodriza.
            Ya cuando el autobús serpenteaba por el camino custodiado de pinos, el Alcalde pretendió enamorar a Magda justificando su ineptitud con la disertación científica de que no sólo descubrió la especie rattus-rattus en las bodegas de granos e inmediaciones de las viviendas, sino también otro tipo de rata de origen noruego conocida como rattus-norvergicus, (o algo así), igualmente dañina y propagadora de enfermedades.
            Ante la indiferencia de Magda, el fallido político y peor especialista en el combate de plagas, se arrinconó en la parte más lejana del autobusito de apenas 12 plazas, recortado a hachazos por los indios tarahumaras de la región. Se untó a su asiento, como el ejército de gatos cobardes, que huyendo de las ratas, se pegaban a las paredes a los tres días de ser reclutados por la Secretaría de Salud.  
            La proliferación de ratas, que puso en la mira del mundo a nuestro pequeño poblado de Atascaderos, propició que las autoridades iniciaran trabajos de reparación de caminos y la apertura de canales que lograron liberar estanques de agua que durante décadas dificultaron el paso de vehículos, a lo que debemos ese nombre que enlodó todo lo que caminó por sus calles. Pero toda esa modernidad no impidió que los techos de lámina de las casas se vinieran abajo por el peso de millones de cuadrúpedos noruegos engordados con el sudor de las frentes del pueblo.
            Ahora que tengo toda la atención de Magda me siento más pequeño y su perfume actúa como cebo envenenado que con apuros pasa por mi garganta y baja hacia mi sexo con un incómodo pero placentero cosquilleo. Me mira con sus ojos de diosa griega mientras intenta aplacar los rizos de mujer que en vano las comadres del pueblo han tratado de domar con jugo de limón durante mis 13 años. 
            La tarde cae horizontal y amarilla sobre el cuello de Magda, que es como un sueño cercenado por el sol, digno de comérselo a besos. Su rostro se mueve por minutos con la cadencia del camino de terracería y se queda apacible cuando el camioncito por fin toma el tramo pavimentado que enfila hacia El Vergel, en donde seguro nos esperan retenes de forajidos y de policías. Hasta ahora que soy grande (porque ya tengo 13) veo con certeza su rostro que durante mucho tiempo ignoré por concentrarme en espiar el cuerpo que le vendía a domicilio a mi padre y que subastaba por horas en su casa de amor entre todos los hombres de Atascaderos.
            El camino es sinuoso y eso provoca que una pierna de Magda se abra un poco, buscando un punto de equilibrio para no derramarse sobre mí en cada curva que Ramón toma a la derecha. Sus piernas perfectas se inyectan en mis ojos, escapan de su breve vestido con nostálgicas oleadas marinas que se impactan en mi cabeza y me atormentan.
            Ramón percibe que ya no soy un niño y me obliga con un golpe de mirada en el espejo retrovisor a ocupar uno de los nueve asientos disponibles. Apenas me incorporo para cambiar de lugar y Magda me atrapa con su voz ronca, de hembra amodorrada, para que siga a su lado. Sin abrir los ojos, me susurra frases que se le dicen a los críos recíen nacidos y me abraza...y me abrasa.
            A tientas adivina que quiero reprocharle que jamás aceptara mi dinero a cambio de un poco de su amor y me atrae contra su pecho y simulo dormir y ser un niño, porque su olor me derriba la tristeza de ser huérfano de madre.
            El amor, cuando es pariente de la dicha dura poco y el freno de motor me despertó de mi sueño simulado y nos aventó a todos a la realidad, para recibir el ingreso al camión de una familia de rarámuris que pagaron con tres ollas de  tesgüino el viaje hasta Chihuahua.
            En el arribo del fermento de maíz, el Alcalde vio su segunda oportunidad y sacó de su maleta una docena de jarritos que repartió a todos, para hacernos más corto el viaje.
            Los cinco tarahumaras ya venían 'heridos' de la puñalada de alcohol que inyecta el tesgüino, por lo que a los pocos minutos ya dormían, unos sobre las butacas y otros en el pasillo del camioncito.
            Después cayó el Alcalde, que se quedó con las ganas de bailar un danzón con Magda, porque el alcohol de maíz ya lo había vencido.
            Solos quedamos Magda y yo, ante la impertinente mirada del espejo retrovisor de Ramón, que al tercer jarrito de tesgüino ya no importaba tanto.
            Magda se derramaba como una cascada de risas cuando le narraba, fingiéndome niño, la astucia con la que logré arrancarle 350 pesos al Ayuntamiento, tras matar 70 ratas alojadas en el granero familiar.
            Su cara de ángel apenas se entristeció cuando le conté que lo único que me movía a salir de Atascaderos era conocer la tumba de mi madre, enterrada en Chihuahua.
            A sorbitos pasamos los retenes fantasmales de los forajidos y de las autoridades, a los que les pagamos con jarritos de tesgüino el paso libre hacia ningún lado.
            Pasaron las horas, ya la serranía se convertía en llanura y mi embriaguez en amor unilateral por Magda, que con dulce torpeza me alejaba por milímetros de su cuerpo y de su aliento, luchando por sacar unas palabras de esos labios frondosos, que quieren decir que me detenga, que es mi madre, que no hay ninguna tumba en Chihuahua. Pero yo sigo viajando en su cuerpo, naciendo a la inversa.   

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Enrique Lomas Urista nació en Hidalgo del Parral, Chihuahua, en 1966. Es corresponsal de Grupo Reforma en el estado de Chihuahua desde hace 20 años, oficio que lo ha acercado a los temas del narcotráfico e indigenismo.
Su trabajo como escritor se ha publicado en cinco crestomatías de cuento y una de poesía, entre los que destaca su primer libro de cuentos "Sueños derramados" y el clectivo de narraciones periodísticas que tejió en conjunto con 6 reconocidos periodistas chihuahuenses, 'La guerra por Juárez'. Ahora escribe su primera novela. Desde su adolescencia se dedicó al periodismo cultural y al guionismo de radio.
Escribe por recomendación de su madre, que le decía, entre la nube de fantasmas que habitaban sus tiempos de niñez, que cuando se tiene una pesadilla hay que contarla en voz alta para que no se cumpla.
Lomas fue el más joven de los integrantes del grupo literario “Botella al mar”, comandado por el maestro Saúl Rosales Carrillo y acompañado de las potentes voces de Gilberto Prado Galán, Jaime Muñoz Vagas y Pablo Arredondo, de donde emergió una crestomatía de cuentos.
Aunque está lejos respirando vida y esperando la muerte, a la Laguna le debe todo: sus mejores amigos, un título universitario, sus primeros amores y la maldita costumbre de dormir sin soñar para jugar a morir un poco.   
Ahora está en Chihuahua, pero de hecho Lomas nunca se ha ido del todo. En su pecho aún alberga el galope de un árido corazón al que le sacude el polvo cada vez que tiene un momento creativo.

1 comentario:

  1. Al final algo de Edipo tenemos todos... El deseo proteccionista de los padres que les hace decidir lo que es menos peor para los hijos, eso que induce a mejor "matar" a alguien antes que reconocer se dedican a lo que no quisiera dedicarse...
    Un abrazo y un aullido hermano.
    saludos
    sos

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