martes, 24 de mayo de 2011

El coyote dormido


Por: Enrique González Heredia
"hey! we're over here!" por Miguel Espino©
¡Wacha, wacha!- volaba la orden en las sombras. Corríamos a tropezones tras el coyote, un individuo de edad indefinible. Pese a la oscuridad estaba seguro de que éramos más visibles de lo que deseábamos.
—Óra se hace. En greña —nos aseguró en el lobby del hotel. Le entregamos el dinero y unas horas más tarde corríamos a través del hueco en la alambrada que divide el desierto a unos kilómetros de Mexicali. Al reflejo de la noche brillaban los anuncios que prevenían sobre el calor y los animales peligrosos, pero en ese momento nada nos podía detener. Éramos unos puñados más de ansiosos por llegar al otro lado, por saciar la sed del dólar.
Bajamos la cuesta de una loma suave, llegamos al valle y nos detuvimos asustados al ver que se encendieron y apagaron varias veces las luces amarillas de una camioneta oculta entre las rocas. El coyote se impuso a nuestro miedo:
—¡Wacha, ése!, métanse pa’ dentro de la Van, ¡wacha, métanse pa’ dentro!
Ahogué la risa al escuchar el pleonasmo. Lo que menos me convenía ahora era enemistarme con el coyote ni con su gente. Estaba totalmente en sus manos. Entramos a la camioneta atropelladamente y en cuanto cerró la última puerta saltamos por una brecha hacia la autopista.
Al poco tiempo el conductor se desvió por una brecha lateral. El coyote asomó su cabeza rasurada para explicarnos que más adelante debíamos salir y caminar por la falda del cerro. Que tuviéramos cuidado porque la migra se escondía por esa zona, pero que si nos agarraban no debíamos resistirnos, que de todas maneras nos garantizaba llegar a nuestro destino.
La camioneta se detuvo y las puertas se abrieron al unísono.
—¡Ora, corránle pa’ delante! —ordenó. Corrimos y escuchamos que la camioneta se alejaba tras de nosotros. El coyote también corría a un lado nuestro y animaba a quienes se retrasaban. Durante un rato solamente se escucharon nuestros pasos y jadeos.
Al dar la vuelta tras el cerro vimos a dos patrullas de la migra que parecían esperarnos. Los que corrían adelante se detuvieron de golpe. Los de atrás nos negamos a seguir, el rumor corrió como un relámpago:
—¡Ahí’stá la migra!
El coyote salió al frente, observó a los agentes y volvió de inmediato:
—¡Tírense al suelo y no se muevan. Que nadie hable ni fume. Nada de ir al baño. No se muevan nada!
Me tiré sobre lo que me pareció era pasto. Desde allí veía las camionetas estacionadas con los agentes conversando apacibles y tal vez en verdad ajenos a nuestra asustada presencia.
El coyote se estiró sin ruido frente a mí, una joven se tendió a mi costado, otra mujer más allá. Esperamos.
Mi temor creaba entre las sombras serpientes de cascabel que reptaban bajo mi ropa, alacranes siniestros que me alanceaban feroces, una alfombra de tarántulas y otras alimañas. Tenía la boca seca y un escalofrío me corrió por todo el cuerpo.
Empezó a caer una brisa menuda que en pocos segundos nos empapó. El frío y la incomodidad obligaban al grupo a moverse de rato en rato. Me parecía imposible que a pesar de nuestro ruido indiscreto los agentes de la migra no nos hubieran descubierto aún. En medio de los cuerpos tirados, el del coyote era el único que parecía relajado. Reposaba con la cara oculta entre los brazos cruzados.
—¡El coyote dormido. Qué buen nombre para una cantina! —pensé al mirarlo.
Al cabo de un largo rato, tal vez horas, se escucharon los motores de las camionetas al arrancar. Alcé la cabeza y vi que se alejaban de nosotros, aparentemente sin habernos visto. El coyote seguía quieto. Esperamos, confiados en que él sabría cuándo podríamos continuar.
El cielo clareaba y el frío era insoportable. Gradualmente se alzaron las voces del grupo. Algunos intentaban despertar con voces al coyote para continuar la marcha.
La joven que yacía a mi lado se levantó decidida.
—¡Oiga. Despierte, ya se fue la migra! —dijo. Luego retiró velozmente el brazo— ¡Aaayy! ¡Está muerto!
Su grito rasgó la mañana.
De un salto rodeamos el cuerpo del coyote. Efectivamente, estaba muerto.
Todos quedamos en silencio. Primero nos miramos unos a otros, luego al horizonte distante, buscando una respuesta a las preguntas que se nos atoraban en la garganta.
Llevamos un rato hundidos en el estupor. Algunas mujeres murmuran al lado del cadáver, tal vez rezan por su alma.
A nuestras espaldas está México. Allá se encuentran el fracaso, la derrota, la desilusión; al frente nos espera un océano de misterios e incertidumbre. Aquí, en mitad de la nada, nuestras esperanzas se desvanecen junto al cuerpo inmóvil del coyote dormido.

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José Enrique González Heredia nació en el DF el 10 de agosto de 1957 y vive en cualquier lugar del país, leyendo, escribiendo y contando historias por las calles y donde quiera que haya oportunidad. Asegura tener dos libros de cuentos terminados, pero hasta la fecha sólo ha publicado algunos cuentos en revistas de literatura. Es fundador y editor del folleto literario "Letras Volantes".
A Enrique a veces se le encuentra en las plazas y alamedas concurridas, entreteniendo al transeúnte varado con los cuentos de su teatro de papel; de ahí que algunos de sus cercanos cariñosamente le apoden Kamishibai. Ésta es su segunda publicación en La Plomiza.

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