domingo, 17 de abril de 2011

Al calor de los recuerdos

Por: Silvia García Urzúa

Jardín del musgo - Jacobo Tafoya©
Aún recuerdo la última vez que me llamaste Amanda. Fue en el sepelio de mi padre, hace más de diez años. Luego, casi de tajo, suprimiste la palabra de mi bautismo. Al principio no le di importancia. Lo atribuí a un descuido, a las tensiones que te provocaba el almacén o, en el mejor de los casos, a una confianza tan lograda que volvía prescindibles los nombres. Ahora lo entiendo de otra forma. Al dejar de mencionarme, disipabas poco a poco mi presencia en nuestra casa.
            Hace mucho frío, como el día en que nos casamos. Recuerdo que la organza del vestido no lograba contener las agresiones invernales. Mi madre sugirió que me abrigara. Me negué, desde luego. Ingresé a la iglesia con la piel entumecida, pero no dejé de sonreír. Tú aguardabas adentro, con tu figura afilada, casi perdida entre el mármol. Bajo una luz medrosa tus ojos brillaban, más que nunca. ¿Me querías entonces? Yo hubiera podido jurar que sí.
            Anochece y todavía no enciendo la luz. El fuego de la chimenea dibuja siluetas en las paredes. Parecen almas fugitivas del infierno. No tengo miedo. A mi edad sólo le temo a las caídas. Le doy un trago más al café y me acomodo en el sillón. Mis ojos vagan entre las sombras incipientes. En un rincón de la repisa detengo mi mirada sobre unos círculos dorados. Unas caras risueñas murmuran sus recuerdos: Ana a los tres años, Ana y Miguel jugando en la playa, Miguel en su graduación, Miguel y Linda en su boda, Ana y las niñas.
            Las niñas... Ahora deben ser unas jovencitas. En su última visita, Susan daba sus primeros pasos y Leslie bajaba y subía las escaleras como venado en estampida. Cuando se aburría de aporrear escalones, deambulaba en el jardín y se perdía entre los rosales. Le gustaba cazar rosas, pero más de una vez la atacaron sus espinas. Don Luis le prometió cortarle a  diario las flores más hermosas. Leslie las colocaba en agua y luego procedía a buscarles un espacio adecuado. En pocos días, la casa se inundó de primavera: pétalos en la sala, en tu escritorio, sobre la chimenea, dentro de la cocina. Al año siguiente esperé el regreso de la niña cazadora de rosas; guardaba para ella unos jarrones pequeñitos, para sus ramilletes, pero Ana no volvió.
            —No es que no quiera ir, mamá, es que Greg se indispone cada vez que viajamos para allá, el clima no le sienta bien.
            Ayer llamó Miguel. Después de saludarme con un correcto “feliz cumpleaños, mamá”, me pidió que lo pasara contigo. Le dije que no estabas, que no sabía a qué lugar del mundo habías viajado, ni con quién ni cuándo volverías. Que, por si lo había olvidado, tú no acostumbrabas avisarme de tus actos. Me reprochó mi incomprensión.
            —Es un tipo libre, ya regresará cuando haya descansado lo suficiente. Trabaja mucho.
            No le insistí. Te dejó saludos y prometió que vendrá en el verano. El año pasado dijo lo mismo.
            Desde hace algún tiempo supe que en realidad nunca salías de la ciudad. No faltó alguna voz solidaria que me diera razón de tus andanzas y la causa verdadera de tus largas temporadas fuera de casa.
            —Entra y sale de un domicilio a unas cuadras del almacén, casi siempre acompañado. Son casi unos niños...
            Entonces entendí tu trato gélido y la piedad burlona en la mirada de mis amigas. Vi hundirse el escenario de mi vejez. Con unos hijos adultos que tienen su propia familia y, además, tan lejos ellos de aquí, me sentí desorientada. Lloré en silencio muchas noches, pero la humedad de mis mejillas germinó en indiferencia y un buen día descubrí que toleraba más mi soledad que tu presencia en la casa. Dediqué el tiempo a jugar con Nube y ayudar a Jovita en la cocina porque, desde que despediste a la otra muchacha, ella tiene más trabajo del que puede cargar.
            Anoche abrí el regalo que me mandó Miguel. Era la escultura de un gato. Su elección me conmovió. Creo que sabe cuánto significó Nube para mí y lo mucho que la extraño.
            Recuerdo cuando llegó con ella, pequeñita, un listón rojo atado al cuello, una semana antes de viajar a Denver. “Para que no te sientas sola”, dijo. Le di ese nombre por ser a lo que más se asemejaba su forma: una blanca y redonda nubecilla.
            Entre las tardes de nostalgia en la sala y los paseos por el jardín, Nube creció y se volvió mi compañera. No hubo rincón en la casa que no fuera penetrado por su curiosidad y pasara a ser feudo de sus dominios; ni siquiera la cocina, aunque jamás hurtó nada, como dama bien educada. Sus travesuras consistían en mordisquear las flores y pasar entre mis pies cuando notaba la premura de mis pasos. En más de una ocasión estuve a punto de pisarla pero, lejos de exasperarme, provocaba mis sonrisas.
            Nunca entendí el por qué de la llegada de Vigo a la casa. Argumentaste los muros vulnerables y la preocupación que esa debilidad te causaba en tus ausencias, aunque a lo largo del tiempo nunca antes había parecido importarte. Lo que sí tengo claro es que desde ese momento se alteró la paz de mi rutina. Nube evitaba salir al jardín y, cuando lo hacía, caminaba insegura a mi lado, intimidada por los ojos duros y la mandíbula apretada. Don Luis trataba de alejar mis temores y ahuyentaba a Vigo con algún ademán. El animal obedecía, pero a lo lejos reanudaba el gruñido amenazante.
            Sólo una vez mi felina olvidó su cautela. Jugaba divertida con mis pies y de pronto corrió hacia los jazmines. Fue un error, y lo pagó. Un chillido atroz rompió el silencio. Cuando llegué al lugar, el jardinero apartaba al ensañado perro de su pequeña presa, pero no había fauna a la que salvar. En el césped, como en el cielo, había una nube ensangrentada.
            Ese día mi mente se detuvo. De Jovita recuerdo una boca moviéndose enfrente de mí, pero no descifraba sus sonidos. Colocaba en mis manos tazas tibias, que se helaban con el paso de las horas. Le supliqué al sol del amanecer alejar lo que podía haber sido un mal sueño, pero los ojos condolidos de Jovita anularon mi tonta ilusión.
            Don Luis sepultó en el jardín a la gatita, entre azaleas y gerberas. Vigo se mantuvo alejado, simulando dormir bajo los cipreses, aunque más bien evitaba el encuentro conmigo. Pasaron unos días.
            —Yo no he visto ratones —murmuró Jovita al repasar la lista de la despensa.
            “Yo tampoco”, pensé apática.
            —Le pido que los cereales sean de la marca que le anoté. Por favor, no olvide esta vez los quesos —le dije cuando ya abordaba el auto.
            —No se preocupe, yo le recordaré —dijo don Luis mientras cerraba la puerta del carro.
            Un par de horas después guardábamos los víveres en la alacena.
            —¿Qué le parece si mañana cocino pollo con verduras? –preguntó la cocinera dulcemente.
            —Me parece bien —contesté, como pude contestar lo contrario. Mi cabeza se ocupaba de otras cuestiones.
            Más tarde intenté leer un libro en la sala, aunque no logré pasar de la misma página. El sueño me derrotó sobre un sillón, sin que yo lo advirtiera o lo deseara. Y vino otra mañana. Ayudaba a preparar los alimentos cuando entró don Luis a la cocina.
            —Vigo está muerto —dijo secamente.
            Guardé silencio un momento y luego pregunté:
            —¿Qué hará con él?
            —Lo mejor es enterrarlo en el jardín, como a Nube.
            —No me gusta la idea —contesté mientras hundía con más fuerza el cuchillo en la cebolla.
            —Puedo cavar la tumba lejos de las flores, entre los árboles o a un lado de la barda.
            La maldad se evapora con la muerte. ¿Qué importa un montón de huesos en el jardín?
            Después de meditarlo unos segundos, asentí con la cabeza y proseguí mi tarea junto a Jovita. La comida adquirió una tonalidad de sabores inesperada y sorprendente, por lo grata. No sé si fue el aliño de hierbas o el aderezo de manzana, pero disfruté el plato como nunca.
            Los días posteriores transcurrieron con demasiada y triste lentitud, o tal vez me pareció así por mi escaso ánimo de hacer cualquier cosa. No salía al jardín, para evitar el recuerdo de Nube, hasta que, una mañana, don Luis me invitó a conocer la primera floración del rosal Evelyn. Me resistí al principio, pero hube de sucumbir a la mirada suplicante del pobre hombre. Mi anhelo subconsciente de belleza se vio recompensado. Tres majestuosas rosas amarillas despuntaban del follaje y se mecían con la canción del viento.
            Permanecí largo rato contemplando el rosal hasta que la voz de don Luis me sustrajo al embeleso.
            —Víctor Hugo y Madam Hardy tienen brotes. En unos cuantos días el jardín estallará en colores —me presumió orgulloso.
            —Don Luis, ¿podría enseñarme a cultivar rosas? —pregunté, poseída de un imprevisto entusiasmo.
            —Señora, estaré encantado. Pero antes debo aclararle que la jardinería no es tan sencilla como parece. Deberá usted acostumbrarse a convivir con tierra y agua, a ensuciar sus manos y su ropa, a espinarse una que otra vez, a sufrir una llaga causada por las tijeras, entre muchas otras linduras. Yo viví en el campo muchos años y ayudé a mi padre en sus cultivos, por eso cuando me jubilé busqué el reencuentro con la tierra; pero usted no ha usado sus manos para un trabajo tan rudo como éste.
            —Ah, eso no importa, le aseguro que puedo acostumbrarme a eso y a más. ¿Recuerda el macizo de flores que me sugirió formar a un lado de la pérgola? Creo que el momento de construirlo ha llegado. Le ofrezco mi colaboración en calidad de aprendiz. ¿Aceptaría mi solicitud?
            El viejo sonrió y di por aprobada mi postulación. Esa tarde trazamos la forma y el tamaño del macizo y comenzamos a elegir las plantas que lo integrarían. Yo propuse rosales y jazmines, él sugirió geranios y lavandas. Después de mucho debatir, optamos por las cuatro. Una semana después iniciamos los remiendos en el rostro del jardín.
            Don Luis me explicó pacientemente cada uno de los pasos. Él iniciaba los trabajos y yo los continuaba. Algunas veces lo hice bien, pero otras él debió enmendar mis desaciertos. Admiré sus manos leñosas, duras al remover el suelo y suaves al cortar las ramas. Aprendí a arar. Aprendí a aplicar abono. Cavé surcos y planté rosales. Me esmeré en el riego de las plantas y en menos de dos meses comenzaron a florecer.
            Animada por mis primeros logros, le sugerí a don Luis construir un pequeño estanque; le pareció una buena idea y elegimos el lugar para montarlo, a pocos metros de la tumba de Nube.
            El jardín ha cambiado mucho desde entonces. Ahora tiene caminos de adoquines y le agregamos macetones y rocallas. Entre senderos angulosos, cada tarde, el jardinero y yo conversamos acerca de las plagas y de la marchitez, acerca de su jubilación, su viudez y mi soledad, hasta que el cielo se volvía rojo. Lo sigo con la mirada después de despedirse con un gesto afectuoso y su figura traspasa la verja; es lo normal la mayor parte de los meses, pero cuando llega el invierno los paseos se acortan debido al viento helado. Don Luis enciende la chimenea y llevamos la plática a la sala; sobre todo en domingo, como hoy, el día libre de Jovita, el viejo y yo nos damos compañía.
            Hoy la charla se truncó porque observó tu llegada. Discretamente, se mantuvo en el jardín. Yo estaba en la cocina y no reparé en tu arribo. Cuando vivías en casa nunca escuché tus pasos. Te desplazabas siempre silente de un punto a otro, intentando controlar hasta el más leve sonido. Mientras rebanaba los vegetales, una ligera sensación me impulsó a levantar la cabeza. Me encontré con tus ojos lapidarios. Ni un saludo ni una palabra de cortesía. Tu presencia —lo supe— obedecía a un motivo importante; en caso contrario una llamada habría sido suficiente, como lo era desde hace tiempo.
            —Hola, Roberto. No te escuché llegar. ¿Cómo has estado? ¿Te ofrezco un café?
            Entraste sin contestarme. Luego empezaste a hablar con tu frialdad habitual.
            —Las ventas del almacén no se han recuperado y ya no puedo pagar el crédito al banco. Los ingresos del mes no me alcanzan para cubrir la nómina, los pagos a proveedores y los gastos de esta casa... Precisamente de eso quiero hablarte.
            Te sentaste frente a mí y continuaste el discurso.
            —Esta casa ocasiona gastos innecesarios. Cuando vivían aquí nuestros hijos era aceptable pero ahora, dime, ¿no es demasiado grande para una sola persona? La cocinera y el jardinero representan mes a mes una gran suma de dinero esfumada en sueldos. A esto agrégale las notas del supermercado, los recibos de luz y esos caprichos tuyos en el jardín, y tendrás causas más que suficientes para mi falta de liquidez. No pienso tirar más mi dinero.
            El asombro no me permitió emitir exclamación alguna. Sentí un calor espeso inundarme la piel; sentí abrirse una hoguera repentina. Quise defenderme y decirte que tus gastos eran mayores a los míos y, más que nada, injustificados. Quise recordarte que esta casa y, sobre todo, el almacén, no los forjaste con tu trabajo, sino como producto de tu matrimonio conmigo.
            Hasta el momento de su muerte mi padre creyó ver en ti, su mejor empleado, al hijo que no tuvo. Entre el marido indiferente de su hija mayor y el yerno afectuoso y responsable que aparentabas ser, es sencillo resolver por qué te eligió para heredar su empresa. Mi hermana intentó advertirme siempre de tu doblez, pero no le creí y terminó por alejarse. Ahora me arrepiento. Quise hablarte a la cara y discutir. Quise desmentir tus argumentos infundados, pero las palabras se ahogaron en mi boca.
            —He puesto en venta la casa. Un departamento pequeño te permitirá vivir con dignidad. Mañana te paso las direcciones de los que he visto para que escojas el que te parezca mejor. Con una criada a tu servicio será más que suficiente; avisa al jardinero que hasta este mes trabaja aquí. Mientras tanto, empaca tu ropa y elige los muebles que quieras conservar; desde esta semana comenzarán a venir personas interesadas en comprar la casa.
            Te levantaste. Tus ojos reflejaban una victoria inobjetable.
            —Estaré un rato en la sala. Llévame el café y las llaves del auto; el mío está en el taller y no me gusta viajar en taxi.
            Abandonaste la cocina flanqueado por el mismo silencio con que llegaste. Yo me quedé inmóvil durante varios segundos. Una ristra de imágenes desfiló por mi mente. Por un momento imaginé ser Nube amenazada, a un segundo de las fauces de Vigo. Después preví mi último día, aprisionada en una casa extraña, sin flores, sin jardín y sin estanque.
            Comencé a llorar, pero el razonamiento me dijo que así no remediaría nada. Sequé mi cara y traté de respirar serenamente. Después de un hondo suspiro logré caminar. Encendí la cafetera. Abrí la alacena.
            Revisabas unos papeles ahí, en ese sillón, frente a la chimenea; después averigüé que se trataba de las escrituras de la casa. Me mantuve a unos pasos de la sala hasta que bebiste el último trago y recogí la taza vacía. Era cuestión de esperar.
            Salí al jardín. Don Luis podaba unos rosales.
            —¿Se le ofrece algo, señora? —me preguntó.
            —Mi marido se quedará un rato todavía. No es necesario que permanezca más tiempo aquí. Hace mucho frío. Puede irse y regresar mañana.
            Se despidió con ojos oscuros y dulces. Me quedé unos minutos tratando de ordenar mis pensamientos. Caminé lentamente hacia el estanque y visité la tumba de Nube. Permanecí junto a ella hasta que el frío me hizo volver a la casa.
            Entré a la sala. Sobre la alfombra, tu caída dispersó un montón de hojas como cartas de una baraja; y del sillón colgaba uno de tus brazos, tibio. Mis brazos invadidos de rencor cobraron una fuerza que nunca habían tenido, y te empujé a la chimenea, que ardía aún, espléndida.
            He encendido la luz. El fuego ha reducido tus cabellos y de tus dientes desnudos emerge la más cálida de tus sonrisas. En un momento más Vigo estará acompañado. ¿Qué importa un montón de huesos en el jardín?
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Silvia García Urzúa nació en Gómez Palacio, Durango. Es Licenciada en Administración Fiscal por la Universidad Autónoma de Coahuila. Estudió Literatura en la Escuela de Escritores de la Laguna y en el Taller de Escritura que coordina el profesor Saúl Rosales en el Teatro Isauro Martínez (Torreón, Coahuila). Cursa actualmente el Diplomado en Creación Literaria ofrecido por la Dirección Municipal de Cultura de Torreón, en la Biblioteca José García de Letona.

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