lunes, 25 de abril de 2011

El circo

Por: Teresa Muñoz Ortiz
 
Foto: "Ride Pagliacci", por Miguel Espino©
Mi hermana tenía la extraña idea de irse con el circo en cuanto éste volviera a pisar el pueblo; para que sucediera debieron ocurrir cerca de cuatro años, porque por aquí casi no pasaba nada: una feria cada año en la que se perdió una de las primas pequeñas entre la gente.
Vivíamos todos juntos: catorce niños, cuatro tías y los abuelos. Cuando nuestros padres se fueron de braceros, nuestras madres comenzaron a trabajar en el taller de costura que tenía la abuela, y fue una cosa natural quedarse ahí a dormir: curiosamente, siempre había algún traje urgente, algún ajuar de novia que entregar bordado y mientras unas tías pegaban lentejuelas o canutillo, otras nos daban de merendar y nos acostaban. Nuestras madres se fueron llevando, la ropa primero, luego los muebles; para finalmente habitar conjuntamente esa gran morada llena de canarios de todos colores y gente hablando el día entero; convirtiéndonos en la familia más grande del pueblo.
La casa era un verdadero  matriarcado, del cual mi hermana siempre quiso salir. Las tías se ocupaban de resolver los problemas de los catorce, sin importar quién era el hijo y quién no. A veces tanto cariño era asfixiante, o eso sentía ella. Que, por otro lado, preguntaba por papá y con cada respuesta, éste se volvía más fantasmal. Mi hermana no tenía ningún interés en crecer y dirigir los destinos de nadie. Quería recorrer caminos que, imaginaba, había hecho mi padre. Casi no lo vimos, era el menor de los tres hijos de mi abuela y cuando ellos decidieron irse, yo apenas había nacido y mi hermana tenía tres años.
Creo que mi madre aceptó el hecho de quedarse sin hombre, a cambio de obtener el poder de manejar a toda una recua de chamacos en constante lucha contra la   pobreza. Un día éramos ricos y merendábamos chocomilk con conchas de vainilla untadas de natas y, al siguiente, agua y los gritos de furor del abuelo, encerrado en el traspatio. Mi abuelo nos llenaba de vergüenza y orgullo: una mezcla extraña de sentimientos. Cuando lo veíamos borracho tirado en la calle, fingíamos no conocerlo, aunque los otros niños gritaran: “¡Ahí está tu abuelo, llévatelo al circo!”. Él era quien, estando sobrio, animaba los festivales del pueblo como maestro de ceremonias, mientras mi abuela cantaba. Mi hermana y las primas de su edad bailaban, pero en cuanto cumplían doce años les prohibían andar en esos festejos exhibiéndose. Mi hermana le tenía miedo al abuelo. Creo que era la única de todos nosotros que no lo disfrutaba cuando estaba sobrio. A los más pequeños nos enseñaba a jugar canicas o nos llevaba al río, cuando tenía agua, para enseñarnos a pescar con las manos. Pero ella nunca iba, ni siquiera la vez que cumplió ocho años y la consideraron apta para subir al cerro por orégano, junto con los más grandes.
A ella le molestaba  no bailar más en público, no tener un abuelo para ella sola; un padre real. Sin la danza, perdía la posibilidad de ser otra; pareciera que nunca estuvo conforme con lo que era. A mí me llevaba como único testigo al cuarto de prueba, cuando la abuela y las tías se iban a entregar la ropa, y ahí se transformaba: colores en el rostro y disfraces exóticos que ella inventaba con retazos, y bailaba y se perdía en un mundo al que no teníamos acceso ninguno de los niños que vivíamos en esa casa. Con mis primas no jugaba, ni intimaba. Sólo a mí me daba entrada a su fantasía. Ella quería ser una especie de lucero, no tenía muy clara la idea, porque no teníamos con qué comparar; nos veía como a los charcos donde nunca se quiso meter.
Fue por esa época que ella comenzó a ver la posibilidad del circo como un modo de salir de este pueblo y de convertirse en algo brillante y admirado. Y todo comenzó con la visita del primero que nos tocó ver. Justo por las fechas que los tíos enviaron dólares y la promesa de irnos todos con ellos a California, donde habían, por fin, conseguido un papel que les permitiría quedarse y con el tiempo convertirse en ciudadanos gringos.
El azoro nos duró lo que nos tardamos en entrar a la carpa de los fenómenos: la mujer rana quepordesobedecerasublá,blá,blá, el hombre pez, el espejo que nos transformaba en altos, gordos, flacos, enanos; la mujer barbuda y el hombre más fuerte del mundo; el hielo que se convertía en fuego; el faquir; y un cuarto del cuál nadie quería salir: el tesoro brillante e intocable del pirata Manoulent; tenía tantos colores y luz que el deslumbramiento del robo nos tocó por segundos a cada uno de los que entramos a verlo.
El circo nos gustó y tuvimos tema de conversación por una semana. Como todos los niños del pueblo fuimos, compartimos el recuerdo del chico que caminaba por la cuerda floja, tres perros chihuahueños saltando aros de fuego, camellos que jamás habíamos visto antes, un hombre que comía navajas, cuatro señoritas que volaban entre columpios y lentejuelas, y lo mejor: una pareja de indios, él le aventaba cuchillos de fuego a ella y no falló ninguno; hasta que la memoria lo desgastó y dejó de tener veracidad.
Mi hermana quedó en un estado de somnolencia tal que, si antes la consideran rara las niñas de la escuela, ahora la evitaban. Mis primas cuchicheaban y cuando las tías no veían, se burlaban: creían que andaba de novia. No sé cómo consiguió entrar a las tres funciones que dio el circo. Varias veces la vi, rondando las jaulas de los animales, los carros de las trapecistas.
Y la idea empezó a crecer en ella: irse con el circo. Porque el mundo estaba en otra parte y no en este pueblo donde hasta el mar se secó. Para ella, los cerros grises que escalábamos cada fin de año, como recordatorio de las proezas que podíamos realizar si nos lo proponíamos en el año por venir, eran asfixiantes recuerdos de un encierro al que parecían estar condenadas las mujeres de la familia.
A veces se sentía traicionada por lo que ella consideraba la huida de papá. Sabía que la princesa que pudo haber sido a su lado, había quedado frustrada. Quería buscarlo, reclamarle, asirlo fuertemente y no soltarlo jamás. Papá era su refugio inventado, porque realmente nunca lo había conocido, sólo veía su foto y creaba historias que me contaba para tranquilizarme en las noches de mucho viento, cuando escuchaba voces desconocidas en la casa.
El circo generaba riquezas que le permitirían viajar y, tal vez, un día podría sorprender a papá en cualquier lugar donde éste se encontrara. Llegaría con tanto dinero que él no tendría que buscar trabajo en ningún lado y así, viviría  sólo para abrazarla.
Mi hermana comenzó a cambiar mucho en los años que tardó en regresar el circo al pueblo. Primero se volvió callada, no quería jugar más conmigo ni compartir secretos; las primas dejaron de invitarla a salir. Un día, yo ya tenía doce años y andaba solo en el parque, la vi recargada en un árbol con un muchacho. Éste la besaba y ella reía. Él le contaba cosas sobre el viaje que hacía cada año a la capital con su familia. Ella lo miraba extasiada contar todas las maravillas de los dorados salones a donde llegaban él y sus padres. Estuve viéndola un rato largo, no sé cuánto tiempo. Sentí que mi hermana ya no era más mía, no era más de nosotros porque ninguno la hacíamos reír como ese muchacho. No sabíamos mentiras sobre otros lugares. Y mi padre escogió ese año para irse a Alaska.
Mis primas mayores se habían casado y los primos grandes estaban en California con los tíos, los cuales vinieron a las bodas y se volvieron a ir. Al que no volvimos  a ver fue a mi papá. Los tíos no sabían nada de él y mi mamá estaba tan acostumbrada a vivir sin él que solamente dijo “ya aparecerá” y logró que la vida siguiera como siempre, sin aspavientos ni llantos.
Así que a mi hermana le tocó llevarnos al circo en esa ocasión, era la única dispuesta a llevar a los más chicos. El muchacho con el que le brillaba el rostro, se había ido otra vez,  a cosechar más mentiras para ella.
Yo no pude disfrutar la función como hace cuatro años; me preocupaba pensar que en cualquier momento mi hermana podía desaparecer, y dejarnos para siempre como si hubiera sido sólo una exhalación de mis padres. Durante el tiempo que el circo tardó en levantar la carpa, ella estuvo ahí, observándolo todo.
Esta vez el animador era un hombre delgado y oscuro. Con voz grave y bien modulada fue presentando los números: las chicas en los columpios, el hombre en la cuerda floja, los payasos aburridos, la contorsionista, las cebras bailarinas y antes del intermedio: un número en el que una muñeca salida de una maleta cobra vida mágicamente gracias al baile que realiza un hombre grande con cabellos rojos y piernas tan fuertes que parecía imposible que se moviera con tanta gracia al bailar.
El hombre rojo no pronunció una sola palabra durante su acto, y la muñeca se veía tan rota, que mucho tiempo después de acabado el número, ninguno de los niños podía creer que fuera de verdad. El circo se transformó en el lugar de los algodones de piedra y caramelos de mil colores alucinantes y venenosos. Ese acto cambió mi percepción del circo completamente: la muerte que baila ante su creador, un verdugo que por más brillos a su alrededor no dejaba de tener manos morbosamente sumergidas en el grito estancado de una vida que no sé si valía la pena intentar. El circo se volvió una grotesca máscara, insuficiente para cubrir la miseria del deseo humano de agradar.
Esa fue la última vez que la vi. En casa dicen que llegó con los niños y luego se encerró en su cuarto; para entonces, ella ya podía tener una habitación propia. Nadie la vio salir otra vez.
Hoy que vivo en una ciudad, que por fin pude evitar la maldición de los hombres de mi familia de irnos para otro país y cumplir el sueño de mi hermana: conocer el mar, veo las noticias, y sé que mi hermana quedó incrustada en mi recuerdo y porvenir para siempre.
La imaginaba en brazos del hombre de los cabellos rojos, segura y protegida al fin, con un futuro lleno de ciudades nuevas, océanos, bosques y selvas. Pensaba en ella como un ser feliz lejos del desierto, de los terribles medio días de mi pueblo, donde las campanas de las cuatro de la tarde siempre suenan a muerto y uno siente que en cualquier momento desaparece entre ese sol difuminador.
Se fue con el circo, sí. Con el hombre de los cabellos rojos y la muñeca de la maleta. Anduvieron como cualquier otro circo: de pueblo en pueblo. El brillo de las trapecistas desapareció cuando ellas limpiaron su rostro y tendieron su espíritu en las madrugadas después de la última función. Las cebras eran mulas pintadas. Los payasos le  recordaron tanto al abuelo, porque antes y después de la función tenían que alcoholizarse, y a ella le tocaba limpiar sus porquerías y levantarlos cuando salían del escenario tropezándose, profiriendo maldiciones y dejando tras de sí la risa y los aplausos de un público por completo ajeno a lo que sucedía atrás. Los trajes vistosos, las plumas y el esplendor, tenían que remendarse y colorearse cada noche para no deslucir al siguiente día. La mujer-muñeca dejó el circo cuando el hombre rojo la cambió por la novedad de la piel de mi hermana; por un deslumbramiento nuevo que lo ponía, nuevamente, a la altura de un dios.
Mi hermana conoció un tiempo las sábanas que la albergaban como un hogar. Fue momentáneamente una princesa en manos del artesano; la fue haciendo a su gusto, superando en mucho a la antigua mujer; para obtener de ella todo el provecho posible. Hasta que el que calor fue tanto como estar en la eternidad del Averno. El hombre de los cabellos rojos y piernas fuertes, la obligaba a hacer cosas que ningún muchacho del pueblo hubiera imaginado siquiera, y la risa que alguna vez le escuchara en el parque se petrificó en una sonrisa que salía de una maleta todas las noches tomando vida con los aplausos que, de todas formas, no lograron sacarla de su confusa equivocación. Ella se convirtió finalmente en la muñeca principal de la historia cuando el hombre de los cabellos rojos no pudo detener la fuerza de sus piernas, la de sus manos, ni la de esa furia que lo perseguía varios circos atrás y que estalló contra ella sin misericordia.
Para ocultar su crimen, escondió a mi hermana en la maleta que fue encontrada en la frontera; justo el día en que mi padre, cansado de su solitario y egoísta viaje por el mundo, regresaba al pueblo de donde salen sueños que se diluyen en la espera.

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Foto: Milenio / Miguel del Río.
Aunque su acta de nacimiento dice que es originaria de Minatitlán, Veracruz, siendo hija de Laguneros, María Teresa Muñoz Ortiz se crio como tal. Ha vivido en La Laguna intermitentemente. La temporada más larga fueron estos últimos diez años en los que fundó la Escuela de Escritores de la Laguna, de la que es directora. Actriz, licenciada en idiomas, promotora cultural y amante de los viajes. Cuentos suyos aparecieron en diversas publicaciones del estado de Veracruz y de la Ciudad de México.

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