lunes, 4 de abril de 2011

El amor que Dios te envía

Por: Enrique González Heredia

¡Bola de holgazanes, zánganos!, eso es lo que eran, aunque las viejas estaban bien buenas, ni quién lo niegue. Vinieron muy de “Amor y paz” y “Cristo te ama, hermano”, con sus biblias en la mano; barbones, melenudos y apestosos a vaya usted a saber qué cosa. Todos de huaraches y mezclilla, bien jipiosos. El que los dirigía era un gringo, también greñudo y lleno de barros, que se presentó como Pastor Goodman.

Creo que me los cuchilearon los vecinos, porque llegaron preguntando por mi. Recargaron sus mochilas y sus guitarras junto a la entrada del taller.

—Disculpe, hermano. ¿El señor Arturo?

—¿Qué se les ofrece?

—Hermano, somos misioneros y estamos predicando la palabra de Dios por todo el mundo —mientras me explicaban los miré con atención. La verdad es que se me hicieron muy desmadrosos para ser misioneros y las chamacas tenían unas caritas de “reventadas” que cualquiera las confundiría con pirujillas, pero no dije nada.

—Nos dijeron que usted es el propietario de la casa vacía de aquí a la vuelta, y quisiéramos pedirle que nos la preste para vivir en ella unos días porque no podemos pagar una renta.

—¡Agarra la onda, hermano! —dijo una de las muchachas—. Vivimos por la fe, como los profetas del Antiguo Testamento. Andamos por todo el mundo difundiendo el mensaje del Señor y él nos provee de lo necesario.

Todos me miraban. No sé por qué me sentí comprometido a responder algo; para no verme tan desalmado les contesté que debía consultarlo con mi esposa y que volvieran al día siguiente porque ella había salido; pero, como si la hubiera invocado, llegó ella cargando la bolsa del mercado. Los jipis misioneros se pusieron felices.

—¿Ya ve, señor Arturo? El Señor trajo a su esposa para que le pregunte de una vez —dijo el gringo sonriendo. Sin esperar más, le preguntaron a Licha, mi mujer, si podríamos prestarles la casita abandonada para vivir unos días, “mientras difundían el mensaje del Señor”.

Discretamente le hice señas a Licha para que se negara, pero ella no me vio o no quiso hacer caso y por poco me da un infarto cuando dijo: —¡Vamos a prestársela, viejo! Por lo menos que la cuiden unos días, ya ves que han estado queriendo meterse los paracaidistas.

No me opuse más, aunque deseaba decirle a Licha que no, que se fueran a buscar en otra parte, pero parecía que los jipis la habían conmovido con sus palabras piadosas y allá vinieron los argumentos de Licha: que al fin solo era por unos días, que era para una tarea cristiana y total, ¿para qué queríamos una casa abandonada? Los jipis ofrecieron firmar un documento en el que se comprometían a dejar la casita y toda la propiedad en un mes justo, para que no tuviéramos desconfianza, y fue tanta la insistencia y tanto el apoyo de Licha que no me negué más. Firmamos el documento en la oficina del taller y esa noche la casita tuvo nuevos ocupantes.

A partir de allí los jipis se colaron en nuestra vida. Todas las mañanas, muy temprano, venían a “pedirle a Dios que bendijera nuestro trabajo” y luego de orar en círculo, tomados de las manos -Licha y yo con ellos, claro- cogían sus guitarras y nos cantaban alegres rocanroles cristianos mientras mi esposa, quien antes no se dignaba a freír un par de huevos para mi desayuno, andaba de aquí para allá picando fruta, cocinando avena y salía a comprar pan dulce para el ejército que nos había invadido.

“¡Jolelía!” decía el gringo barroso cuando Licha acercaba la cazuela llena de chorizo con huevo, la olla de atole de vainilla y la canasta de pan. Tardé algunos días para entender que el gringo quería decir “aleluya”.

Dos de las jipiosas misioneras se sentaban junto a mí y al menor pretexto me abrazaban diciendo “Cristo te ama, hermano, y todos nosotros también. ¿Verdad que todos amamos a Arturo?” y todos gritaban “¡Amééééééénnnnnnn!”. Ellas me abrazaban con fuerza. Sentía la firmeza de sus pezones a través de mi camisa y al aplastar sus senos contra mi pecho me hacían pensar que con “esas bendiciones” iba a terminar bien condenado por lujurioso.

Así fue, sin exagerar. Todos los días, sin falta, las misioneras “me llevaron al cielo en vida” en la oficinita del taller, aprovechando las horas que Licha pasaba en casa de su hermana, que en ésos días estaba embarazada.

Mientras estas misioneras se turnaban para “salvar mi alma”, los demás pasaban el día en la calle, pidiendo monedas, repartiendo folletos y hablando de Dios a quien se les atravesara enfrente. Comían en fondas y restaurantes a cambio de bendiciones y sus animados rocanroles cristianos y por las tardes varios muchachos de toda la ciudad los visitaban en la casita. Los escuchábamos cantar desde el taller, muchas veces hasta muy tarde por las noches.

Yo estaba sorprendido y feliz con mis dos misioneras, quienes muchas veces me pidieron que dejara todo y me uniera a ellos, que me fuera a predicar la palabra de Dios y a gozar del amor divino. ¡Este amor que yo te doy es el amor que Dios te envía! —me decían mientras enredaban sus piernas en mi espalda. ¡Deja todo y síguenos! —me gritaban, a punto de alcanzar el Paraíso.

Varias veces estuve tentado a hacerles caso, a dejar el taller y la casa e irme con ellas. Las imaginaba a mi lado, recostados sobre la arena de alguna playa, abrazándonos felices y desnudos; pero en el fondo se me hacía difícil abandonar a Licha, porque sabía que no podía pedirle que nos fuéramos a la aventura: Licha era muy conservadora y no toleraba siquiera la idea de que pudiera cerrar el taller; su vida dependía de la seguridad del futuro.

Una mañana, muy temprano, sonó el teléfono. Licha contestó y la escuché decir: ¡Espérame, no tardo. Voy para allá!

—Arturo, voy con mi hermana —me dijo al colgar—. Ya va a nacer el bebé. ¿Me alcanzas cuando cierres el taller?

—Sí, llévate el carro —le ofrecí, dispuesto a aprovechar la oportunidad de gozar un día completo con mis amorosas misioneras.

Relamiéndome, decidí no esperarlas y me encaminé a la casita para invitarlas a un balneario discreto. Al dar vuelta en la esquina me extrañó ver una muchedumbre que rodeaba la casa. Atropelladamente me informaron que esa mañana se habían ido los jipiosos con sus guitarras y sus mochilas y que se llevaron con ellos a varios jóvenes del barrio.

—¡No es justo, don Arturo! —gritaba histérica la esposa del carnicero,—. ¡Me sonsacaron a mi Patricia y todavía es menor de edad! ¡Usted estaba de acuerdo con estos malditos! ¡O nos dice a dónde se fueron, o le juro que lo hundo en la cárcel!

Recordé que nos habían firmado un documento, seguramente habría alguna manera de localizarlos.

—¡Esperen! ¡Déjenme buscar a Licha; tal vez hay manera de encontrarlos!
Llamé a casa de mi cuñada desde el taller y me sorprendí que ella misma atendiera el teléfono. Cuando pregunté por Licha me respondió: —No sé, Arturo. Creí que había salido contigo, hace rato la vi pasar en el carro rumbo a la carretera. Hace mucho que no viene por acá.

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José Enrique González Heredia nació en el DF el 10 de agosto de 1957 y vive en cualquier lugar del país, leyendo, escribiendo y contando historias por las calles y donde quiera que haya oportunidad. Asegura tener dos libros de cuentos terminados, pero hasta la fecha sólo ha publicado algunos cuentos en revistas de literatura. Es fundador y editor del folleto literario "Letras Volantes".
A Enrique a veces se le encuentra en las plazas y alamedas concurridas, entreteniendo al transeúnte varado con los cuentos de su teatro de papel; de ahí que algunos de sus cercanos cariñosamente le apoden Kamishibai.

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