miércoles, 6 de abril de 2011

Falto de luto

Por: Alfredo Loera

En el funeral observé a Manuel desde lejos, se recargaba en las piernas de su abuela. Creo que ninguno de los presentes me había visto con anterioridad, ninguno sabía de mi relación con Rebeca. Manuel me ignoró todo el tiempo como si estuviera manteniendo el secreto de nuestra amistad. No sé qué pensar al respecto. Tal vez sigue jugando conmigo como aquellas veces, cuando yo visitaba a Rebeca. Había ocasiones en que no podía decir a quién buscaba.
Cruzo el umbral y Manuel me sorprende con un salto, me ataca con sus puños, me dice: “Muere, muere”. Se da una vuelta, se arrastra en el piso, ahora él es quien ha muerto. Se levanta y hace ruidos con la boca, me está disparando, de pronto se aleja  corriendo a su cuarto, yo lo saludo, y me siento en el sillón de la sala. Espero a Rebeca. De pronto Manuel vuelve a aparecer; se sienta a mi lado, parece esperar el momento para contarme un secreto. Me adelanto y le pregunto por lo que ha hecho, dice que nada. Empieza a jugar otra vez, me tira golpes, estoy muerto. Se levanta, se pierde entre las paredes. Se desliza por el suelo, rueda sobre su abdomen y, por momentos, se queda mirando el techo. Yo lo observo e intento descubrir algo que siento oculto en sus movimientos. Él lo sabe, y no permitirá que lo descubra tan rápido. Es un juego, de eso se trata, de divertirse el mayor tiempo posible. Rebeca sale y le dice que se levante, que se va a ensuciar. Manuel de pronto ya no está donde lo había dejado un momento atrás. Rebeca y yo nos distraemos con nuestra plática. Después de unas horas nos despedimos.
Metieron el féretro y me perturbó ver cómo lo ladearon. Primero metieron la parte superior y me imaginé el cuerpo deslizándose, por la gravedad, sobre la cabeza. Me imaginé el peso del cuerpo desparpajado doblando el cuello. Y preferí cerrar los ojos mientras lo introducían en la cripta. Los hombres lo tomaron como un objeto sin valor, miré a los familiares que no se inmutaron, parecían asistir al entierro de un desconocido. Quise adelantarme y yo mismo cargar el ataúd y sepultarlo con delicadeza. Esperé impaciente el momento en que terminaron. Volteé hacia Manuel, ya por tercera o cuarta vez, buscando una complicidad, pero estaba distraído. Parecía cansado, quería regresar a casa. Y pensé que yo también así lo deseaba. Me acerqué y observé algunas parejas y algunos niños que tampoco se preocuparon mucho por lo que estaba pasando.
Regreso a visitar la casa y Manuel está en la mesa de la sala haciendo la tarea. Me acerco a uno de sus libros de primaria, veo los dibujos y me acuerdo de cuando tenía su edad. Me doy cuenta que siguen siendo los mismos libros que yo tenía; descubro que no somos tan diferentes. Veo su letra chueca y me siento aliviado porque yo también escribía así. Manuel levanta la cabeza para mirarme a los ojos, le pregunto por lo que está haciendo. Aunque es obvio me dice que la tarea. Lo observo, otra vez, escribir sobre las líneas en blanco del libro y pienso que quisiera escribirlas por él. Rebeca aparece. Me saluda y pregunta por lo que hacemos, no contesto. Es un secreto entre Manuel y yo.
El cementerio estaba en silencio y así fue mi regreso. Traté de pensar en lo que sucedería con Manuel; seguramente se iría con el ex de Rebeca, se perdería. Los hombres salieron de la cripta. Se notaban cansados. Cargaron la pesada piedra y la colocaron tapando el gran hoyo. Ahí permanecerá el cuerpo y la tumba no tendrá  un recuerdo mío para ella, se perderá. Y mis recuerdos posiblemente también. Con la fosa cerrada la gente empezó a despedirse. Se dieron las condolencias, se abrazaron, se besaron. Algunos hombres se dirigieron llorando a Manuel, le decían algo que no pude escuchar a la distancia, le tomaron la cara con las dos manos y lo volvieron a abrazar. Y Manuel no lloró, no dijo nada, estaba confundido. Todos lloraron menos nosotros dos. Se empezaron a ir. Cada vez había menos personas alrededor de la tumba.
Manuel no está. Salió en la bicicleta con sus amigos y Rebeca no espera que regrese hasta que oscurezca. La casa enmudece, parece mucho más grande. Ella me cuenta su día y yo la escucho detenidamente. Me olvido de Manuel. Pasa el tiempo y silenciosamente beso a Rebeca, nos abrazamos, empiezo a tocar sus senos, su abdomen. No pienso detenerme. Siento su piel en mis manos, estoy a punto de desabrochar los botones, pero ella me recuerda que Manuel tal vez ya va a regresar. Me detengo y lo esperamos largo tiempo sin saber de él, como si nos fuera impedido hacerlo. Y trato de ver a Manuel en mi mente; imagino que juega y salta en la bicicleta o tal vez ya viene. Continúo platicando con Rebeca. La abrazo y percibo su aroma. Se empiezan a escuchar los pasos de Manuel, abre la puerta y cierra con su pequeño brazo alzado. Mete la bicicleta con dificultad en el patio, después saluda a Rebeca y, no sé si me ignora o simplemente no fue necesario saludarme, asumo que se trata de un pacto, de algún tipo de amistad secreta. Al menos eso me gusta creer.
Me acerqué a la lápida. La abuela de Manuel de pronto se dio cuenta de mi presencia; me observó tratando de reconocerme, intuyendo quién era yo. Me evitó antes de que pudiera decir algo, pensé en llamarla pero no tuve fuerzas. Vi a Manuel, no me había concedido un atisbo de complicidad en todo ese tiempo. Su abuela lo tomó de los hombros y le indicó que caminara. Me dio la espalda. Yo me quedé ahí mientras se alejaron lentamente.
Toco el timbre y tardan mucho en abrir, me da la sensación de que Rebeca no está en casa. Manuel abre. Se queda viéndome atónito, la confianza de otros días parecía haberse esfumado. Le pregunto por su mamá: “Regresará pronto”. No sé si pedirle que me deje pasar, sin embargo, al instante me dice que entre, que Rebeca le avisó sobre mi visita. Ya en la sala veo sus libros de la escuela sobre la mesa, me siento en el sillón que reposa a unos pasos. Manuel se acerca con uno de sus libros. Miro su letra escrita con lápiz. Es un libro de historia con pequeñas caricaturas de Egipto, empiezo a contarle algún detalle de esa civilización. Nada revelador, no obstante, me escucha atentamente. Quiero seguir explicándole pero me quedo sin ideas, se da cuenta y toma el libro de mis manos, regresa a la mesa y lo veo leer silenciosamente. Me quedo estático deseando romper el silencio con alguna sorpresa, pero es inútil.
Era el único en la tumba y me di cuenta que no sabía a dónde dirigirme. Manuel se alejó, de pronto vi a un hombre tomándolo de la cabeza, era el ex de Rebeca. Le levantó la cara, Manuel solamente parecía un muñeco manipulado. Dejé de mirarlos un momento, sabía que se lo llevarían. La tumba era ajena, inclusive al cuerpo de adentro. De pronto lo sentí tan desconocido. Giré mi vista otra vez hacia Manuel. Y el hombre me observaba, como preguntándose que hacía yo ahí, como si fuera un intruso. Mantuvo sus ojos en mí unos instantes. Intercambió palabras con la abuela de Manuel, asintieron algo, empezaron a caminar haciendo que el niño me diera la espalda, retomaron su rumbo sin quitarme el ojo de encima, como si estuvieran cuidando mis movimientos.
Esta noche Rebeca me ha invitado a pasar a la cocina, donde Manuel merienda. Me siento enfrente de él y nos quedamos mirando. Entrecierra sus ojos, me observa fijamente, yo hago lo mismo; mantengo mi vista en él. Observo su rostro como si fuera una pequeña máscara rupestre, tiene facciones que no reconozco en Rebeca, ni en el ex de ella, de quien he visto fotos. No sé si mantener mi mirada. Sé que es un juego: a ver quien aguanta más. Pero para mí es más que eso, es como si fuera la oportunidad de descubrir, lo que según yo, oculta. Pero me doy cuenta de que no lo haré, al menos no en esta ocasión. Primero necesito aceptar la debilidad que Manuel reconoce en mis ademanes, en mis risas pesadas, en mis ojos asombrados con su presencia, en la debilidad de no poder quedarme callado y buscar excusas para continuar hablando, en mi fragilidad por la cual no quiero que me contemple ni entienda mi existencia, mi debilidad de no tener nada importante qué darle, nada que no haya recibido de otra manera. Hace este juego a sabiendas de que no podré ganarle porque se da cuenta de mis temores, y desde el principio ha sabido predecirme. Sonrío aceptando mi derrota, volteo con Rebeca para continuar mi conversación, evito los ojos de Manuel. Ella calienta la cena. Manuel de pronto me interrumpe y me pregunta si he comido brefas. No sé que son, descubro que está inventado, sigo la corriente hasta que, otra vez, me quedo sin ideas. Rebeca y yo cenamos mientras Manuel se distrae con las servilletas, con el salero, con los tenedores. Ha hecho un campo de batalla en la mesa de la cocina.
Ya no había nadie en el cementerio. La luz del sol se desparramó con el negro y una brisa de tierra hizo que me volteara; tenía que marcharme yo también. Abajo estaba el cuerpo solo, desconocido ahora, lejano. Quería ver por última vez la tumba, pero la tierra volvió a cerrarme los ojos. Empecé a caminar empujado por el viento. Un cuidador me siguió en silencio detenidamente hacia la calle. Continué mi trayecto ignorándolo a pesar de que percibí que quería decirme algo. La calle se iba prendiendo con los arbotantes que no señalaban dirección alguna. Los movimientos de los árboles devenían de un lado a otro, como señal premonitoria de que mi marcha sería muy larga.
Se ha hecho costumbre que yo cene con Rebeca mientras Manuel recorre la casa llenándola de extravagancias. Ella sale de la cocina, va a uno de los cuartos. Manuel se sienta enfrente de mí. Está distraído fantaseando, hace ruidos con la boca, pronuncia pequeños diálogos incomprensibles que apenas puedo intuir. Alguien se salva de una catástrofe, alguien lucha contra la muerte, alguien se sorprende de su fuerza y es casi inmortal. Se balancea sobre un precipicio al cual pareciera haber llegado perseguido por aquel ente extraño. Lentamente me percato de que sus manos están hablando entre ellas, corren, se deslizan y saltan. La pelea ha comenzado; se convierten en arañas gigantes, son terribles, los golpes que se dan truenan en la distancia, la tierra se desmorona a cada caída y no se sabe en qué terminará todo. La fatiga hace mella de su sagacidad; cuando parece que una sucumbe, se levanta enseguida dando giros con más fuerza. Manuel observa cómo se destruyen entre ellas, y da la impresión de que él es solamente el espectador de lo que sucede en su interior. Inesperadamente las arañas se convierten, por un instante, en hombres. La pelea continúa y las voces siguen saliendo de la boca de Manuel, se escuchan los pensamientos de esos seres deformes. Se levanta siguiendo a sus manos que, sorpresivamente, saltan de pared a pared a una velocidad extrema.
Daba pasos de ciego. Metí mis manos en la chamarra y continué monótonamente. Las casas ya exteriorizaban ventanas iluminadas, con el sol acostado se podía ver ya la profundidad de la tierra por donde transitaban mis pasos, y me pregunté por la gente del interior de esas casas; ¿de qué estaría hablando? ¿cuánta se hallaría en silencio? Llegué a una avenida transitada y eso me regresó a mí mismo. La muchedumbre pasaba de largo, ajena, no significaba nada, solamente eran instantes, miradas sin futuro que se perdían en una distracción, que se perdían por seguir mi trayecto hacia cualquier parte. Sin planes de nada, me confundía.
Rebeca se está arreglando dentro de su cuarto. La espero paseando por la sala, veo los libreros atiborrados, leo los títulos solamente para cerciorarme de que siguen en su lugar. Continúo deslizándome hasta que llego a la mesa del comedor, donde están unos cuadernos entre colores y crayones. Me llama la atención uno que está maltratado; tiene dibujos infantiles en la portada, son algo graciosos: animales deformes, mutantes, caras que no corresponden a su fisonomía. Empiezo a ojearlo rápidamente, no quisiera que Manuel me descubriera, no sé qué actitud pudiera tomar. Levanto la vista, quiero preguntarle, desde donde estoy, a Rebeca por Manuel, para saber si está en casa o no y sentirme seguro al espiar aquella libreta. Pero no lo hago porque sé que de cualquier manera pretendo ver esos dibujos. Los trazos son bruscos y planos, no hay perspectiva, sin embargo las caras son demasiado elocuentes, por algunos momentos, asombrosos. Voy avanzando y en cada página las caricaturas se hacen más reales, parecen fotografías que una cámara no podría descubrir. Los movimientos de Rebeca se aproximan y no sé por qué razón cierro rápidamente la libreta y me alejo de la mesa. Se ve hermosa, nos vamos.
Conforme caminaba me confundía más, la calle era un lugar interminable.  Avanzaba y avanzaba, pero no llegaba a ninguna parte. O todo estaba inconcluso o la calle se repetía por donde yo fuera, todo el lugar se escondía en un solo punto donde no podía estar tranquilo. Recordé el momento en que metían el féretro y sentí que el entierro había sido incompleto. No vi el cuerpo ni la cara ya desconocida de Rebeca. Era inútil. Entré a un minisuper y me senté en una de las mesas para comida rápida. Estaba completamente libre, sin lugar a dónde ir, ni dónde estar. Vi como transcurría la calle interminable por la ventana.
La puerta se abre misteriosamente, no veo a nadie y entro desconcertado. Manuel me sorprende por la espalda, me asusta. Todavía no comprendo nada y me satura de pequeños empujones. Sale corriendo mientras me siento en la sala. Regresa con su libreta, parecía enterado de mi curiosidad por ver sus dibujos. La abre. Da la impresión de que seleccionó previamente lo que quiere mostrarme, y de que hay ciertas páginas que prefiere mantener en secreto. Los dibujos son sorprendentes, él se queda quieto respirando lo que vemos, se queda en sí mismo observando desde su interior. Doy vuelta a las páginas y de pronto aparece una gran ola que cae en desbandada sobre el papel. Cae en picada sobre mis manos. Casi me ahoga. Me quedo observando el dibujo. No me es posible soportarle la mirada a él.
La casa ya no era “la casa”: estaba abandonada, se llevaron a Manuel. Cerrado. Sólo me quedó pasar de largo, permanecer en la calle que apuntaba hacía ninguna parte, que apuntaba hacía mí desde tan lejos. Solamente me quedó estar entre las paredes con mi propio caminar inconcluso. No había nadie. Pensé en regresar a mi departamento y quedarme ahí, entre el transcurrir de las cosas.

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Alfredo Loera nació en Torreón, Coahuila, en 1983. Cursó un diplomado en creación literaria en la Escuela de Escritores de La Laguna. En 2010, la Universidad Autónoma de Coahuila publicó Fuegos fatuos, su primer libro de cuentos en la Tercera Serie de la colección Siglo XXI Escritores Coahuilenses. Actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2011-2010 y 2010-2009.



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